La lengua de las mariposas es una película dirigida por José Luis Cuerda, basada en tres cuentos del libro ¿Qué me quieres, amor?, del escritor español Manuel Rivas Barrós: La lengua de las mariposas, Un saxo en la niebla y Carmiña. La película se puede ver en el enlace destacado más abajo y los cuentos están a continuación.
La lengua de las mariposas
Manuel Rivas Barrós
"¿Qué
hay, Pardal? Espero que por fin este año podamos ver la lengua de las
mariposas." El maestro aguardaba desde hacía tiempo que les enviasen un
microscopio a los de la Instrucción Pública. Tanto nos hablaba de cómo se
agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños
llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuviesen el
efecto de poderosas lentes. "La lengua de la mariposa es una trompa
enroscada como un muelle de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla
y la mete en el cáliz para chupar. Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro
de azúcar, ¿a que sentís ya el dulce en la boca como si la yema fuese la punta
de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa." Y entonces todos
teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el mundo volando, con
esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de
almíbar. Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían
creerlo. Quiero decir que no podían entender cómo yo quería a mi maestro.
Cuando era un pequeñajo, la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que
se blandía en el aire como una vara de mimbre. "¡Ya verás cuando vayas a
la escuela!"
Dos de
mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de
quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América
para no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte
para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin
habla, como desertores del Barranco del Lobo.
Yo iba
para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya
trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería
verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran
parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recogedor de
basura y hojas secas, el que me puso el apodo: "Pareces un pardal*".
(en gallego, gorrión (N. de la T.).
Creo
que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la
escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y
seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión
de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás
sobrepasé aquella montaña mágica. "¡Ya verás cuando vayas a la
escuela!" Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las
amígdalas con la mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del
habla, para que no dijesen ajua ni jato ni jracias. "Todas las mañanas
teníamos que decir la frase Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena
de trigo*. ¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!" Si de verdad
me quería meter miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido
en la cama, escuchaba el reloj de pared en la sala con la angustia de un
condenado. El día llegó con na claridad de delantal de carnicero. No mentiría
si les hubiese dicho a mis padres que estaba enfermo.
El
miedo, como un ratón, me roía las entrañas. Y me meé. No me meé en la cania,
sino en la escuela.
Lo
recuerdo muy bien. Han pasado tantos años y aún siento una humedad cálida y
vergonzosa resbalando por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre,
medio agachado con la esperanza de que nadie reparase en mi presencia, hasta
que pudiese salir y echar a volar por la Alameda.
"A
ver, usted, ¡póngase de pie!" El destino siempre avisa. Levanté los ojos y
vi con espanto que aquella orden iba por mí. Aquel maestro feo como un bicho me
señalaba con la regla, Era pequeña, de madera, pero a mí me pareció la lanza de
Abd el Krim.
"¿Cuál
es su nombre?"
"Pardal".
Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me golpeasen con latas en
las orejas. "¿Pardal?" No me acordaba de nada. Ni de mi nombre.
Todo
lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres
eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré hacia el
ventanal, buscando con angustia los árboles de la Alameda.
Y fue
entonces cuando me meé. Cuando los otros chavales se dieron cuenta, las
carcajadas aumentaron y resonaban como latigazos. Huí. Eché a correr como un
locuelo con alas.
Corría,
corría como sólo se corre en sueños cuando viene detrás de uno el Hombre del
Saco. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras
de mí. Podía sentir su aliento en el cuello, y el de todos los niños, como
jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del
palco de la música y miré hacia atrás, vi que nadie me había seguido, que
es-taba a solas con mi miedo, empapado de sudor y meos. El palco estaba vacío.
Nadie parecía fijarse en mí, pero yo tenía la sensación de que todo el pueblo
disimulaba, de que docenas de ojos censuradores me espiaban tras las ventanas y
de que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarles la noticia a mis
padres. Mis piernas decidieron por mí. Caminaron hacia el Sinaí con una
determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta Coruña y
embarcaría de polizón en uno de esos barcos que van a Buenos Aires.
Desde
la cima del Sinaí no se veía el mar, sino otro monte aún más grande, con
peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo
con una mezcla de asombro y melancolía lo que logré hacer aquel día. Yo solo,
en la cima, sentado en la silla de piedra, bajo las estrellas, mientras que en
el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi busca. Mi
nombre cruzaba la noche a lomos de los aullidos de los perros. No estaba
impresionado. Era como si hubiese cruzado la línea del miedo. Por eso no lloré
ni me resistí cuando apareció junto a mí la sombra recia de Cordeiro. Me envolvió
con su chaquetón y me cogió en brazos. "Tranquilo, Pardal, ya pasó
todo".
Aquella
noche dormí como un santo, bien arrimado a mi madre. Nadie me había reñido. Mi
padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre
el mantel de ule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira,
tal como había sucedido cuando se murió la abuela.
Tenía
la sensación de que mi madre no me había soltado la mano durante toda la noche.
Así me llevó, cogido como quien lleva un serón, en mi regreso a la escuela. Y
en esta ocasión, con el corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el
maestro. Tenía la cara de un sapo.
El
sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. "Me gusta ese nombre,
Pardal". Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más
increíble fue cuando, en medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano
hacia su mesa y me sentó en su silla. El permaneció de pie, cogió un libro y
dijo: "Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo
con un aplauso." Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero
sólo noté una humedad en los ojos. "Bien, y ahora vamos a empezar un
poema. ¿A quién le toca? ¿Romualdo? Venga, Romualdo, acércate. Ya sabes,
despacito y en voz bien alta."
A
Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy
largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas. Una tarde parda y fría...
"Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?" "Una poesía,
señor." "¿Y cómo se titula?" "Recuerdo infantil. Su autor
es don Antonio Machado." "Muy bien, Romualdo, adelante. Con calma y
en voz alta. Fíjate en la puntuación." El llamado Romualdo, a quien yo
conocía de acarrear sacos de pifias como niño que era de Altamira, carraspeó
como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que
parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo.
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo y muerto Abel,
junto a una mancha carmín...
"Muy
bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo", preguntó el maestro.
"Que llueve sobre mojado, don Gregorio".
"¿Rezaste?",
me preguntó mamá, mientras planchaba la ropa que papá había cosido durante el
día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza.
"Pues sí", dije yo no muy seguro. "Una cosa que hablaba de Caín
y Abel". "Eso está bien", dijo mamá, "no sé por qué dicen
que el nuevo maestro es un ateo". "¿Qué es un ateo?"
"Alguien que dice que Dios no existe". Mamá hizo un gesto de
desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón.
"¿Papá es un ateo?"
Mamá
apoyó la plancha y me miró fijamente. "¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo
se te ocurre preguntar esa bobada?"
Yo
había oído muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los
hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda
contra Dios. Decían las dos cosas: me cago en Dios, me cago en el demonio. Me
parecía que sólo las mujeres creían realmente en Dios.
"¿Y
el demonio? ¿Existe el demonio?" "¡Por supuesto!"
El
hervor hacía bailar la tapa de la cacerola. De aquella boca mutante salían
vaharadas de vapor y gargajos de espuma y verdura. Una mariposa nocturna
revoloteaba por el techo alrededor de la bombilla que colgaba del cable
trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. La cara
se le tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un
tono suave y algo triste, como si se refiriese a un desvalido.
"El
demonio era un ángel, pero se hizo malo". La mariposa chocó con la
bombilla, que se bamboleó ligeramente y desordenó las sombras.
"Hoy
el maestro ha dicho que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita
y muy larga, que llevan enrollada como el muelle de un reloj. Nos la va a
enseñar con un aparato que le tienen que enviar de Madrid. ¿A que parece
mentira eso de que las mariposas tengan lengua?" "Si él lo dice, es
cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te ha gustado la
escuela?"
"Mucho.
Y no pega. El maestro no pega." No, el maestro don Gregorio no pegaba. Al
contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos se peleaban
durante el recreo, él los llamaba, "parecéis carneros", y hacía que
se estrecharan la mano. Después los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como
conocí a mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro
chaval, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, al que le hubiera zurrado con
gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandase darle la mano y
que me cambiase del lado de Dombodán. La forma que don Gregorio tenía de
mostrarse muy enfadado era el silencio.
"Si
vosotros no os calláis, tendré que callarme yo". Y se dirigía hacia el
ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio
prolongado, descorazonador, como si nos hubiese dejado abandonados en un
extraño país. Pronto me di cuenta de que el silencio del maestro era el peor
castigo imaginable. Porque todo lo que él tocaba era un cuento fascinante. El
cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y
la sístole y diástole del corazón. Todo conectaba, todo tenía sentido. La
hierba, la lana, la oveja, mi frío. Cuando el maestro se dirigía hacia el
mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminase la pantalla del cine Rex.
Sentíamos el miedo de los indios cuando es-cucharon por vez primera el
relinchar de los caballos y el estampido del arcabuz, íbamos a lomos de los
elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma.
Luchábamos con palos y piedras en Ponte Sampaio* contra las tropas de Napoleón.
Pero no todo eran guerras. Fabricábamos hoces y rejas de arado en las herrerías
del Incio. Escribíamos cancioneros de amor en la Provenza y en el mar de Vigo.
Construíamos el Pórtico de la Gloria. Plantábamos las atatas que habían venido
de América. Y a América emigramos cuando llegó la peste de la patata.
"Las
patatas vinieron de América", le dije a mi madre a la hora de comer,
cuando me puso el plato delante.
"¡Qué
iban a venir de América! Siempre ha habido patatas", sentenció ella.
"No, antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz."
Era la primera vez que tenía clara la sensación de que gracias al maestro yo
sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, mis padres, desconocían.
Pero
los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de
los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban
de un ganado que daba leche y azúcar y cultivaban setas. Había un pájaro en
Australia que pintaba su nido de colores con una especie de óleo que fabricaba
con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba el tilonorrinco. El
macho colocaba una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.
Tal
era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y
él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y festivos que pasaba por
mi casa e íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del río, las
gándaras, el bosque y subíamos al monte Sinaí. Cada uno de esos viajes era para
mí como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una
mantis. Un caballito del diablo. Un ciervo volante. Y cada vez una mariposa
distinta, aunque yo sólo recuerdo el nombre de una a la que el maestro llamó
Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o el estiércol.
Al
regreso, cantábamos por los caminos como dos viejos compañeros. Los lunes, en
la escuela, el maestro decía: "Y ahora vamos a hablar de los bichos de
Pardal". Para mis padres, estas atenciones del maestro eran un honor.
Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos:
"No hace falta, señora, yo ya voy comido", insistía don Gregorio.
Pero a la vuelta decía: "Gracias, señora, exquisita la merienda".
"Estoy
segura de que pasa necesidades", decía mi madre por la noche. "Los
maestros no ganan lo que tendrían que ganar", sentenciaba, con sentida
solemnidad, mi padre. "Ellos son las luces de la República".
"¡La República, la República! ¡Ya veremos adonde va a parar la
República!"
Mi
padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa
diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia. Procuraban no
discutir cuando yo estaba delante, pero a veces los sorprendía.
"¿Qué
tienes tú contra Azaña? Eso es cosa del cura, que os anda calentando la
cabeza." "Yo voy a misa a rezar", decía mi madre. "Tú sí,
pero el cura no". - Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a
buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría
tomarle las medidas para un traje, "¿Un traje?" "Don Gregorio,
no lo tome a mal. Quisiera tener una atención con usted. Y yo lo que sé hacer
son trajes." El maestro miró alrededor con desconcierto. "Es mi
oficio", dijo mi padre con una sonrisa. "Respeto mucho los oficios",
dijo por fin el maestro.
Don
Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año, y lo llevaba también aquel
día de julio de 1936, cuando se cruzó conmigo en la Alameda, camino del
ayuntamiento. "¿Qué hay, Pardal? A ver si este año por fin podemos verle
la lengua a las mariposas."
Algo
extraño estaba sucediendo. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía.
Los que miraban hacia delante, se daban la vuelta. Los que miraban para la
derecha, giraban hacia la izquierda. Cordeiro, el recogedor de basura y hojas
secas, estaba sentado en un banco, cerca del paleo de la música. Yo nunca había
visto a Cordeiro sentado en un banco. Miró hacia arriba, con la mano de visera.
Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros, era que se avecinaba una
tormenta.
Oí el
estruendo de una moto solitaria. Era un guardia con una bandera sujeta en el
asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró para los hombres que
conversaban inquietos en el porche. Gritó: "¡Arriba España!" Y
arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de explosiones.
Las
madres empezaron a llamar a sus hijos. En casa, parecía que la abuela se
hubiese muerto otra vez. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre
lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo de agua y lavar los
platos limpios y guardar los sucios.
Llamaron
a la puerta y mis padres miraron el pomo con desazón. Era Amelia, la vecina,
que trabajaba en casa de Suárez, el indiano. "¿Sabéis lo que está pasando?
En Coruña, los militares han declarado el estado de guerra. Están disparando
contra el Gobierno Civil." "¡Santo Cielo!", se persignó mi
madre. "Y aquí", continuó Amelia en voz baja, como si las paredes
oyesen, "dicen que el alcalde llamó al capitán de carabineros, pero que
éste mandó decir que estaba enfermo".
Al día
siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los
que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de repente hubiese llegado
el invierno y el viento arrastrase a los gorriones de la Alameda como hojas
secas.
Llegaron
tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a misa, y
volvió pálida y entristecida, como si hubiese envejecido en media hora.
"Están pasando cosas terribles, Ramón", oí que le decía, entre
sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor aún. Parecía que
hubiese perdido toda voluntad. Se había desfondado en un sillón y no se movía.
No hablaba. No quería comer. "Hay que quemar las cosas que te comprometan,
Ramón. Los periódicos, los libros. Todo."
Fue mi
madre la que tomó la iniciativa durante aquellos días. Una mañana hizo que mi
padre se arreglara bien y lo llevó con ella a misa. Cuando regresaron, me dijo:
"Venga, Moncho, vas a venir con nosotros a la Alameda". Me trajo la
ropa de fiesta y mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo con voz muy
grave: "Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo
del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante,
Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro."
"Sí
que se lo regaló". "No, Moncho. No se lo regaló. ¿Has entendido bien?
¡No se lo regaló!" "No, mamá, no se lo regaló".
Había
mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. También habían bajado
algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos con chaleco y
sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa
azul y pistola al cinto. Dos filas de soldados abrían un pasillo desde la
escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los
que se usaban para transportar el ganado en la feria grande. Pero en la Alameda
no había el bullicio de las ferias, sino un silencio grave, de Semana Santa. La
gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros.
Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.
Un
guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió
del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio,
escoltados por otros guardias, salieron los detenidos. Iban atados de pies y
manos, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos
aquellos rostros. El alcalde, los de los sindicatos, el bibliotecario del
ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la Orquesta Sol y Vida, el
cantero al que llamaban Hércules, padre de Dombodán... Y al final de la
cordada, chepudo y feo como un sapo, el maestro.
Se
escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como
petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un murmullo que acabó
imitando aquellos insultos. "¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!"
"Grita tú también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!" Mi madre
llevaba a papá cogido del brazo, como si lo sujetase con todas sus fuer-zas
para que no desfalleciera. "¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que
gritas!" Y entonces oí cómo mi padre decía: "¡Traidores!" con un
hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, "¡Criminales! ¡Rojos!".
Soltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la
mirada enfurecida hacia el maestro. "¡Asesino! ¡Anarquista!
¡Comeniños!"
Ahora
mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él
estaba fuera de sí. "¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre!" Nunca le había
oído llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. "Su
madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso". Pero ahora se volvía
hacia mí enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y
sangre. "¡Grítale tú también, Monchiño, grítale tú también!"
Cuando
los camiones arrancaron, cargados de presos, yo fui uno de los niños que
corrieron detrás, tirando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del
maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoy era ya una nube de
polvo a lo lejos y yo, en el medio de la Alameda, con los puños cerrados, sólo
fui capaz de murmurar con rabia: "¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!"
Un saxo en la niebla
Manuel Rivas Barrós
I
Un
hombre necesitaba dinero con urgencia para pagarse un pasaje a América. Este
hombre era amigo de mi padre y tenía un saxofón. Mi padre era carpintero y
hacía carros del país con ruedas de roble y eje de aliso. Cuando los hacía,
silbaba. Inflaba las mejillas como pechos de petirrojo y sonaba muy bien, a
flauta y violín, acompañado por la percusión noble de las herramientas en la
madera. Mi padre le hizo un carro a un labrador rico, sobrino de cura, y luego
le prestó el dinero al amigo que quería ir a América. Este amigo había tocado
tiempo atrás, cuando había un sindicato obrero y este sindicato tenía una banda
de música. Y se lo regaló a mi padre el día en que se embarcó para América. Y
mi padre lo depositó en mis manos con mucho cuidado, como si fuera de cristal.
—A ver si algún día llegas a tocar el
Francisco alegre, corazón mío. Le gustaba mucho aquel pasodoble.
Yo
tenía quince años y trabajaba de peón de albañil en la obra de Aduanas, en el
puerto de Coruña. Mi herramienta era un botijo. El agua de la fuente de Santa
Margarida era la más apreciada por los hombres. Iba por ella muy despacio,
mirando los escaparates de los comercios y de la fábrica de Chocolate Exprés en
la Plaza de Lugo. Había también una galería con tres jaulas de pájaros de
colores y un ciego que vendía el cupón y le decía piropos a las lecheras. A
veces, tenía que hacer cola en la fuente porque había otros chicos con otros
botijos y que venían de otras obras. Nunca hablábamos entre nosotros. De
regreso a la obra, caminaba deprisa. Los obreros bebían el agua y yo volvía a
caminar hacia la fuente, y miraba el escaparate de la fábrica de Chocolate
Exprés, y la galería con las tres jaulas de pájaros, y paraba delante del ciego
que ahora le decía piropos a las pescaderas.
Cuando
hacía el último viaje del día y dejaba el botijo, cogía el maletín del saxo.
Durante
dos horas, al anochecer, iba a clases de música con don Luis Braxe, en la calle
de Santo Andrés. El maestro era pianista, tocaba en un local nocturno de
varietés y se ganaba la vida también así, con aprendices. Dábamos una hora de
solfeo y otra con el instrumento. La primera vez me dijo: "Cógelo así,
firme y con cariño, como si fuera una chica". No sé si lo hizo adrede, pero
aquélla fue la lección más importante de mi vida. La música tenía que tener el
rostro de una mujer a la que enamorar. Cerraba los ojos para imaginarla, para
ponerle color a su pelo y a sus ojos, pero supe que mientras sólo saliesen de
mi saxo rebuznos de asno, jamás existiría esa chica. Durante el día, en el ir y
venir a la fuente de Santa Margarida, caminaba embrujado con mi botijo,
solfeando por lo bajo, atento sólo a las mujeres que pasaban. Como el ciego del
cupón.
Llevaba
poco más de un año de música con don Luis cuando me pasó una cosa
extraordinaria. Después de salir de clase, me paré ante el escaparate de
Calzados Faustino, en el Cantón. Estaba allí, con mi maletín, mirando aquellos
zapatos como quien mira una película de Fred As- taire, y se acercó un hombre
muy grandote, calvo, la frente enorme como el dintel de una puerta.
—¿Qué llevas ahí, chaval? —me preguntó sin
más.
—¿Quién,
yo?
—Sí,
tú. ¿Es un instrumento, no?
Tan
ancho y alto, embestía con la cabeza y llevaba los largos brazos caídos, como
si estuviera cansado de tirar de la bola del mundo.
—Es
un saxo.
—¿Un
saxo? Ya decía yo que tenía que ser un saxo. ¿Sabes tocarlo?
Recordé
la mirada paciente del maestro. Vas bien, vas bien. Pero había momentos en que
don Luis no podía disimular y la desazón asomaba en sus ojos como si, en
efecto, yo hubiese dejado caer al suelo una valiosa pieza de vidrio.
—Sí, claro que sabes —decía ahora aquel
extraño que nunca me había escuchado tocar—. Seguro que sabes.
Así
entré en la Orquesta Azul. Aquel hombre se llamaba Matías, era el batería y un
poco el jefe. Necesitaba un saxo para el fin de semana y allí lo tenía. Para
mis padres no había duda. Hay que subirse al caballo cuando pasa ante uno.
—¿Sabes
tocar el Francisco alegre? ¿Sabes, verdad? Pues ya está. Me había dado una
dirección para acudir al ensayo. Cuando llegué allí, supe que ya no había
marcha atrás. El lugar era el primer piso de la fábrica de Chocolate Exprés. De
hecho, la Orquesta Azul tenía un suculento contrato publicitario.
Chocolate Exprés
¡Ay qué rico es!
Había
que corear esa frase tres o cuatro veces en cada actuación. A cambio, la
fábrica nos daba una tableta de chocolate a cada uno. Hablo del año 49, para
que se me entienda. Había temporadas de insípidos olores, de caldo, de mugre,
de pan negro. Cuando llegabas a casa con chocolate, los ojos de los hermanos
pequeños se encendían como candelas ante un santo. Sí, qué rico era el
Chocolate Exprés.
Desde allende los
mares,
el crepúsculo en popa,
la Orquesta Azul.
¡La Orquesta Azul!
En
realidad, la Orquesta Azul no había pasado la Marola*. Había actuado una vez en
Ponferrada, eso sí. Pero era la forma garbosa de pre-sentarse por aquel
entonces. América era un sueño, también para las orquestas gallegas. Corría la
leyenda de que si conseguías un contrato para ir a tocar a Montevideo y Buenos
Aires, podías volver con sombrero y con ese brillo sano que se le pone a la
cara cuando llevas la cartera llena. Si yo fuera con el botijo, tardaría día y
no-che en recorrer una avenida de Buenos Aires y el agua criaría ranas. Eso me
lo dijo uno de la obra. Muchas orquestas llevaban nombre americano. Había la
orquesta Acapulco, que era de la parte de la montaña, y se presentaba así:
Tintintín, tírititín...
Nos
dirigimos a nuestro distinguido público en castellano ya que el gallego lo
hemos olvidado después de nuestra última gira por Hispanoamérica.
¡Manííiiii!
Si te quieres un
momento divertir,
cómprate un cucuruchito
de maní...
También
había orquestas que llevaban el traje de mariachi. La cosa mejicana siempre
gustó mucho en Galicia. En todas las canciones había un caballo, un revólver y
una mujer con nombre de flor. ¿Qué más necesita un hombre para ser el rey?
La
Orquesta Azul también le daba a los corridos. Pero el repertorio era muy
variado: boleros, cumbias, pasodobles, cuplés, poleas, valses, jotas gallegas,
de todo. Una cosa seria. Ocho hombres en el palco, con pantalón negro y camisas
de color azul con chorreras de encaje blanco y vuelos en las mangas.
Macías
trabajaba durante la semana en Correos. Lo imaginaba poniendo sellos y tampones
como quien bate en platos y bombos. El vocalista se llamaba Juan María. Era
barbero. Un hombre con mucha percha. Muchas chicas se consumían por él.
—¿Bailas conmigo, Juan María?
—¡Vete a paseo, perica!
Y
también estaba Couto, que era contra-bajo y durante la semana trabajaba en una
fundición. A este Couto, que padecía algo del vientre, el médico le había
mandado comer sólo papillas. Pasó siete años seguidos a harina de maíz y leche.
Un día, en carnaval, llegó a casa y le dijo a su mujer: "Hazme un cocido,
con lacón, chorizo y todo. Si no me muero así, me muero de hambre." Y le
fue de maravilla.
El
acordeonista, Ramiro, era reparador de radios. Un hombre de oído finísimo.
Llegaba al ensayo, presentaba una pieza nueva y luego decía: "Ésta la cogí
por el aire". Siempre decía eso, la cogí por el aire, acompañándose de un
gesto con la mano, como si atrapara un puñado de mariposas. Aparte de su
instrumento, tocaba la flauta de caña con la nariz. Un vals nasal. Era un
número extra que impresionaba al público, tanto como el burro sabio de los
titiriteros. Pero a mí lo que me gustaba era una de sus canciones misteriosas
cogidas por el aire y de la que recuerdo muy bien el comienzo.
Aurora de rosa en
amanecer
nota melosa que gimió
el violín
novelesco insomnio do
vivió el amor.
Y
estaba también el trompeta Comesaña, el trombón Paco y mi compañero, el saxo
tenor, don Juan. Un hombre mayor, muy elegante, que cuando me lo presentaron me
pasó la mano por la cabeza como si me diese la bendición.
Se
lo agradecí. Dentro de nada, iba a ser mi debut. En Santa Marta de Lombas,
según informó Matías.
—Sí,
chaval—asintió Juan María—. ¡Santa Marta de Lombas, irás y no volverás!
II
El
domingo, muy temprano, cogimos el tren de Lugo. Yo iba, más que nervioso, en
las nubes, como si todavía no hubiese despertado y el tren fuese una cama
voladora. Todos me trataban como un hombre, como un colega, pero te-nía la
sensación de que por la noche había encogido, de que había encogido de la
cabeza a los pies, y que todo en mí disminuía, incluso el hilo de voz, al
tiempo que se agrandaba lo de fuera. Por ejemplo, las manos de Macías, enormes
y pesadas como azadas. Miraba las mías y lo que veía eran las de mi hermana
pequeña envolviendo una espiga de maíz como un bebé. ¡Dios! ¿Quién iba a poder
con el saxo? Quizás la culpa de todo la tenía aquel traje prestado que me
quedaba largo. Me escurría en él como un caracol.
Nos
bajamos en la estación de Aranga. Era un día de verano, muy soleado. El
delegado de la comisión de fiestas de Santa Marta de Lombas ya nos estaba
esperando. Se presentó como Boal. Era un hombre recio, de mirada oscura y
mostacho grande. Sujetaba dos muías en las que cargó los instrumentos y el baúl
en el que iban los trajes de verbena. Uno de los animales se revolvió, asustado
por el estruendo de la batería. Boal, amenazador, se le encaró con el puño a la
altura de los ojos.
—¡Te
abro la crisma, Carolina! ¡Sabes que lo hago!
Todos
miramos el puño de Boal. Una enorme maza peluda que se blandía en el aire. Por
fin, el animal agachó manso la cabeza.
Nos
pusimos en marcha por un camino fresco que olía a cerezas y con mucha fiesta de
pájaros, Pero luego nos metimos por una pista polvorienta, abierta en un monte
de brezos y tojos. Ya no había nada entre nuestras cabezas y el fogón del sol.
Nada, excepto las aves de rapiña. El palique animado de mis compañeros fue
transformándose en un rosario de bufidos y éstos fueron seguidos de blasfemias
sordas, sobre todo cuando los zapatos acharolados, enharinados de polvo,
tropezaban en los pedruscos. En cabeza, recio y con sombrero, Boal parecía
tirar a un tiempo de hombres y mulas.
El
primero en lanzar una piedra fue Juan María.
—¿Visteis?
¡Era un lagarto, un lagarto gigante! Al poco rato, todos arrojaban piedras a
los vallados, rocas o postes de la luz, como si nos rodeasen cientos de
lagartos. Delante, Boal mantenía implacable el paso. De vez en cuando se volvía
a los rostros sudorosos y decía con una sonrisa irónica:" ¡Ya falta
poco!".
—¡La
puta que los parió!
Cuando
aparecieron las picaduras de los tábanos, las blasfemias se hicieron oír como
estallidos de petardos. La Orquesta Azul, asada por las llamaradas del sol,
llevaba las corbatas en la mano y las abanicaba como las bestias el rabo para
espantar los bichos. Para entonces, el baúl que cargaba una de las muías
parecía el féretro de un difunto. En el cielo ardiente planeaba un milano.
¡Santa
Marta de Lombas, irás y no volverás!
Nada
más verse el campanario de la parroquia, la Orquesta Azul recompuso enseguida
su aspecto. Los hombres se anudaron las corbatas, se alisaron los trajes, se
peinaron, y limpiaron y abrillantaron los zapatos con un roce magistral en la
barriga de la pierna. Los imité en todo.
Sonaron
para nosotros las bombas de palenque. ¡Han llegado los de la orquesta! Si hay
algo que uno disfruta la primera vez es la vanidad de la fama, por pequeña e
infundada que sea. Los niños, revoloteando como mariposas a nuestro alrededor.
Las mujeres, con una sonrisa de geranios en la ventana. Los viejos asomando a
la puerta como cucos de un reloj.
¡La
orquesta! ¡Han llegado los de la orquesta! Saludamos como héroes que resucitan
a los muertos. Me crecía. El pecho se me llenaba de aire. Pero, de repente,
comprendí. Nosotros éramos algo realmente importante, el centro del mundo. Y
volví a encogerme como un caracol. Me temblaban las piernas. El maletín del
saxo me pesaba como robado a un mendigo. Me sentía un farsante.
Hicimos
un alto en el crucero y Macías posó su brazo de hierro en mi hombro.
—Ahora,
chaval, nos van a llevar a las casas en las que nos alojan. Tú no tengas
reparo. Si tienes hambre, pides de comer. Y que la cama sea buena. Ése es el
trato.
Y
luego se dirigió sentencioso a Boal: "El chaval que esté bien
atendido".
—Eso
está hecho —respondió el hombre, sonriendo por primera vez—. Va a dormir en
casa de Boal. En mi casa.
En
la planta baja estaban también los establos, separados de la cocina por
pesebres de piedra, así que lo primero que vi fueron las cabezas de las vacas.
Engullían la hierba lamiéndola como si fuera una nube de azúcar. Por el suelo
de la cocina habían extendido broza. Había un humo de hogar que picaba un poco
en los ojos y envolvía todo en una hora incierta. En el extremo de la
larguísima mesa cosía una muchacha que no dejó su trabajo ni siquiera cuando el
hombre puso cerca de ella la caja del saxo.
—¡Café,
nena!
Se
levantó sin mirarnos y fue a coger un cazo del fregadero. Luego lo colocó en la
trébede e, inclinándose y soplando lentamente, con la sabiduría de una vieja,
avivó el fuego. Fue entonces cuando noté con asombro rebullir el suelo, cerca
de mis pies. Había conejos royendo la broza, con las orejas tiesas como hojas
de eucalipto. El hombre se debió de dar cuenta de mi trastorno.
—Hacen
muy buen estiércol. Y buenos asados.
Boal
me enseñó, con orgullo, el ganado de casa. Había seis vacas, una pareja de
bueyes, un caballo, las dos muías que habían traído nuestro equipaje, cerdos y
equis gallinas. Así lo dijo: equis gallinas. El caballo, me explicó, sabía
sumar y restar. Le preguntó cuánto eran dos y dos y él golpeó cuatro veces en
el suelo con el casco.
—Aquí
no vas a pasar hambre, chaval. A ver, nena, trae el bizcocho. Y el queso. Mmm.
No me digas que no quieres. Nadie dice que no en casa de Boal.
Fue
entonces, con la fuente de comida en la mano, cuando pude verla bien por vez
primera. Miraba hacia abajo, como si tuviese miedo de la gente. Era menuda pero
con un cuerpo de mujer. Los brazos remangados y fuertes, de lavandera. El pelo
recogido en una trenza. Ojos rasgados. Alargué la mano para coger algo. ¿Qué me
pasaba? ¡Cielo santo! ¿Qué haces tú aquí, chinita? Era como si siempre hubiese
estado en mi cabeza. Aquella niña china de la Enciclopedia escolar. La miraba,
hechizado, mientras el maestro hablaba de los ríos que tenían nombres de
colores. El Azul, el Amarillo, el Rojo. Quizá China estaba allí, poco después
de Santa Marta de Lombas.
—No
habla —dijo en voz alta Boal—. Pero oye. Oír sí que oye. A ver, nena, muéstrale
al músico la habitación de dormir.
La
seguí por las escaleras que llevaban al piso alto. Ella mantenía la cabeza
gacha, incluso cuando abrió la puerta de la habitación. La ver-dad es que no
había mucho que ver. Una silla, una mesilla con crucifijo y una cama con una
colcha amarilla. También un calendario de una ferretería con una imagen del
Sagrado Corazón.
—Bien,
está muy bien —dije. Y palpé la cama por mostrar un poco de interés. El colchón
era duro, de hojas de mazorca.
Me
volví. Ella estaba a contraluz y parpadeé. Creo que sonreía. Bien, muy bien,
repetí, buscando su mirada. Pero ahora ella volvía a tener los ojos clavados en
alguna parte de ningún lugar.
Con
el traje de corbata, la Orquesta Azul se reunió en el atrio. Teníamos que tocar
el himno español en la misa mayor, en el momento en que el párroco alzaba el
Altísimo. Con los nervios, yo cambiaba a cada momento de tamaño. Ya en el coro,
sudoroso con el apretón, me sentí como un gorrión desfallecido e inseguro en
una rama. El saxo era enorme. No, no iba a poder con él. Y ya me caía, cuando
noté en la oreja un aliento salvador. Era Macías, hablando bajito.
—Tú
no soples, chaval. Haz que tocas y ya está.
Y
eso mismo fue lo que hice en la sesión vermú, ya en el palco de la feria. Era
un pequeño baile de presentación, antes de que la gente fue-se a comer. Cuando
perdía la nota, dejaba de soplar. Mantenía, eso sí, el vaivén, de lado a lado,
ese toque de onda al que Macías daba tanta importancia.
—Hay
que hacerlo bonito —decía.
¡Qué
tipos los de la Orquesta Azul! Tenía la íntima sospecha de que nos lloverían
piedras en el primer palco al que había subido con ellos. ¡Eran tan generosos
en sus defectos! Pero pronto me llevé una sorpresa con aquellos hombres que
cobraban catorce duros por ir a tocar al fin del mundo. "¡Arriba,
arriba!", animaba Matías. Y el vaivén revivía, y se enredaban todos en un
ritmo que no parecía surgir de los instrumentos sino de la fuerza animosa de
unos braceros.
Yo te he de ver y te he
de ver y te he de ver
aunque te escondas y te
apartes de mi vista.
Intentaba
ir al mismo ritmo que ellos, por lo menos en el vaivén. Por momentos, parecía
que un alma aleteaba virtuosa sobre mí, y me sorprendía a mí mismo con un buen
sonido, pero enseguida el alma de la orquesta huía como un petirrojo asustado
por un rebuzno.
Fui
a comer a casa de Boal y de la muchacha menuda con ojos de china. Desde luego,
no iba a pasar hambre. Boal afiló el cuchillo en la manga de su brazo, como
hacen los barberos con la navaja en el cuero y luego, de una tajada, cortó en
dos el lechón de la fuente. Me estremeció aquella brutal simetría, sobre todo
cuando descubrí que una de las mitades, con su oreja y su ojo, era para mí.
—Gracias,
pero es mucho.
—Un hombre es un hombre y no una gallina
—sentenció Boal sin dejar salida, como si resumiese la historia de la
Humanidad.
—¿Y
ella? —pregunté buscando alguna complicidad.
—¿Quién?
—dijo él con verdadera sorpresa y mirando alrededor con el rabo del lechón en
la mano. Hasta que se fijó en la muchacha, sentada a la luz de la ventana del
fregadero—. ¡Bah! Ella ya comió. Es como un pajarito.
Durante
unos minutos masticó de forma voraz, por si en el aire hubiese quedado alguna
duda de lo que había que hacer con aquel cerdo.
—Vas
a ver algo curioso —dijo de repente, después de limpiar la boca con aquella
manga tan útil—. ¡Ven aquí, nena!
La
chiquita vino dócil a su lado. Él la cogió por el antebrazo con el cepo de su
mano. Temí que se quebrase como un ala de ave en las manos de un carnicero.
—¡Date
la vuelta! —dijo al tiempo que la hacía girar y la ponía de espaldas hacia mí.
Ella
llevaba una blusa blanca y una falda estampada de dalias rojas. La larga trenza
le caía hasta las nalgas, rematada por un lazo de mariposa. Boal empezó a
desabotonar la blusa. Asistí atónito a la escena, sin entender nada, mientras
el hombre forcejeaba torpemente con los botones, que se le escurrían entre las
manos rugosas como bolitas de mercurio en el corcho de un alcornoque. Por fin,
abrió la blusa a lo largo de la espalda.
—¡Mira,
chico! —exclamó con intriga Boal. Yo estaba hechizado por aquel lazo de mariposa
y el péndulo de la trenza.
—¡Mira
aquí! —repitió él, señalando con el índice una flor rosa en la piel.
Cicatrices. Había por lo menos seis manchas de ésas.
—¿Sabes
lo que es esto? —preguntó Boal. Yo sentía pudor por ella y una cobardía que me
atenazaba la garganta. Me gustaría ser uno de aquellos conejos con orejas
puntiagudas como hojas de eucalipto. Negué con la cabeza.
—¡El
lobo! —exclamó Boal—. ¿Nunca habías oído hablar de la niña del lobo? ¿No? Pues
aquí la tienes. ¡La niña del lobo!
Aquella
situación extraña y desagradable entró repentinamente en el orden natural de
los cuentos. Me levanté y me acerqué sin pudor para mirar bien las cicatrices
en la espalda desnuda.
—Aún
se ven las marcas de los dientes —dijo Boal, como si recordase por ella.
—¿Cómo era? —pregunté por fin.
—¡Anda,
vístete! —le dijo a la muchacha.
Y
con un gesto me invitó a volver a mi asiento—. Ella tenía cuatro años. Fui a
cuidar el ganado y la llevé conmigo. Había sido un invierno rabio-so. ¡Sí,
señor! ¡Un invierno realmente duro! Y los lobos, hambrientos, me la jugaron.
¡Carajo si me la jugaron!
Aparte
de lo que había pasado con la niña, Boal, por lo visto, estaba personalmente
muy dolido con los lobos.
—Fue
una conjura. Estábamos en un prado que lindaba con el bosque. Uno de los
cabrones se dejó ver en el claro y huyó hacia el monte bajo. Los perros
corrieron rabiosos detrás de él. Y yo fui detrás de los perros. La dejé allí,
sentadita encima de un saco. Fue cosa de minutos. Cuando volví, ya no estaba.
¡Cómo me la jugaron los cabrones!
Aquel
hombre era dueño de una historia. Lo único que yo podía hacer era esperar a que
la desembuchara cuanto antes.
—Nadie
entiende lo que pasó... Se salvó porque no la quiso matar. Esa es la única
explicación. El que la atrapó no la quiso matar. Sólo la mordió en la espalda.
Podía hacerlo en el cuello y adiós, pero no. Los viejos decían que ésas eran
mordeduras para que no llorara, para que no avisara a la gente. Y vaya si le
hizo caso. Quedó muda. Nunca más volvió a hablar. La encontramos en una
madriguera. Fue un milagro.
—¿Y
cómo se llama?
—¿Quién?
—Ella, su hija.
—No
es mi hija —dijo Boal, muy serio—. Es mi mujer.
III
—Se
engancha de las cosas. Queda embobada. Como algo le llame la atención, ya no lo
suelta.
Noté
el calor en mis mejillas. Me sentía rojo como el fuego. Ella, mi esquiva
chinita, no dejaba de mirarme. Había bajado de la habitación preparado para la
verbena, con la camisa de chorreras.
—Es
por el traje —dijo algo despectivo Boal. Y después se dirigió a ella para
gritar—: ¡Qué bobita eres!
Aquellos
ojos de luz verdosa me iban a seguir toda la noche, para mi suerte, como dos
luciérnagas. Porque yo también me enganché de ellos.
La
verbena era en el campo de la feria, adornada de rama en rama, entre los
robles, con algunas guirnaldas de papel y nada más. Cuando oscureció, las
únicas luces que iluminaban el baile eran unos candiles colgados a ambos lados
del palco y en el quiosco de las bebidas. Por lo demás, la noche había caído
con un tul de niebla montañesa que envolvía los árboles con enaguas y velos.
Según pasaba el tiempo, se hada más espesa y fue arropando todo en una cosa
fantasmal, de la que sólo salían, abrazados y girando con la música, las
parejas más alegres, enseguida engullidas una vez más por aquel cielo tendido a
ras del suelo.
Ella
sí que permanecía a la vista. Apoyada en un tronco, con los brazos cruzados,
cubiertos los hombros con un chal de lana, no dejaba de mirarme. De vez en
cuando, Boal surgía de la niebla como un inquieto pastor de ganado. Lanzaba a
su alrededor una mirada de advertencia, de navaja y aguardiente. Pero a mí me
daba igual.
Me
daba igual porque huía con ella. Íbamos solos, a lomos del caballo que sabía
sumar, por los montes de Santa Marta de Lombas, irás y no volverás. Y
llegábamos a Coruña, a Aduanas, y mi padre nos estaba esperando con dos pasajes
del barco para América, y todos los albañiles aplaudían desde el muelle, y uno
de ellos nos ofrecía el botijo para tomar un trago, y le daba también de beber
al caballo que sabía sumar. Macías, pegado a mi oreja, me hizo abrir los ojos.
—¡Vas
fenomenal, chaval! ¡Tocas como un negro, tocas como Dios!
Me
di cuenta de que estaba tocando sin preocuparme de si sabía o no. Todo lo que
había que hacer era dejarse ir. Los dedos se movían solos y el aire salía del
pecho sin ahogo, empujado por un fuelle singular. El saxo no me pesaba, era
ligero como flauta de caña. Yo sabía que había gente, mucha gente, bailando y
enamorándose entre la niebla. Tocaba para ellos. No los veía. Sólo la veía a
ella, cada vez más cerca.
Ella,
la Chinita, que huía conmigo mientras Boal aullaba en la noche, cuando la
niebla se despejaba, de rodillas en el campo de la feria y con el chal de lana
entre las pezuñas.
* En la confluencia que
forman las entradas de las rías de Ferrol, Ares, Mugardos, Pontedeume, Sada y
Betanzos se levanta un peñasco rodeado de mar y conocido como Pena da Marola.
El encuentro de diversas corrientes en ese punto provoca habitual-mente que el
mar esté muy agitado, por lo que la sabiduría popular dictamina que "O que
pasou a Marola pasou a mar toda" ("Quien atravesó la Marola, atravesó
todo el mar").
Carmiña
Manuel Rivas Barrós
¿Así
que nunca has ido a Sarandón? Haces bien. ¿A qué ibas a ir? Un brezal cortado a
navaja por el viento.
O'Lis
de Sésamo sólo venía al bar los domingos por la mañana. Acostumbraba a entrar
cuando las campanas avisaban para la misa de las once y las hondas huellas de
sus zapatones eran las primeras en quedar impresas en el suelo de serrín como
en el papel la tinta de un sello de caucho. Pedía siempre un jerez dulce que yo
le servía en copa fina. Él hacía gesto de brindar mirando hacia mí con sus ojos
de gato montés y luego se refugiaba en el ventanal. Al fondo, la mole del Xalo,
como un imponente buey tumbado.
Sí,
chaval, el viento rascando como un cepillo de púas.
Brezos,
cuatro cabras, gallinas peladas y una casa de manipostería con una higuera
medio desnuda. Eso es todo lo que era Sarandón. En aquella casa vivía Carmiña.
O'Lis
de Sésamo bebió un sorbo como hacen los curas con el cáliz, que cierran los
ojos y todo, no me extraña, con Dios en el paladar. Echó un trago y luego
chasqueó la lengua.
Vivía
Carmiña y una tía que nunca salía. Un misterio. La gente decía que tenía barba
y cosas así. Yo, si he de decir la verdad, nunca la vi delante. Yo iba allá por
Carmiña, claro. ¡Carmiña! ¿Tú conociste a Carmiña de joven? No. ¡Qué coño la
ibas a conocer si no habías nacido! Era buena moza, la Carmiña, con mucho donde
agarrar. Y se daba bien.
¡Carmiña
de Sarandón! Para llegar a su lado había que arrastrar el culo por los tojos. Y
soplaba un viento frío que cortaba como filo de navaja.
Sobre
el monte Xalo se libraba ahora una guerra en el cielo. Nubes fieras, oscuras y
compactas les mordían los talones a otras lanudas y azucaradas. Desde donde yo
estaba, detrás de la barra, con los brazos remangados dentro del fregadero, me
pareció que la voz de O'Lis enronquecía y que al contraluz se le afilaba un
perfil de armiño o de garduña.
Y
había también, en Sarandón, un demonio de perro. Se llamaba Tarzán.
O'Lis
de Sésamo escupió en el serrín y luego pisó el esgarro como quien borra un
pecado. ¡Dios, qué malo era aquel perro! Ni un día, ni dos. Siempre. Tenías que
verlo a nuestro lado, ladrando rabioso, casi sin descanso. Pero lo peor no era
eso. Lo peor era cuando paraba. Sentías, sentías el engranaje del odio, así,
como un gruñido averiado al apretar las mandíbulas. Y después ese rencor, ese
arrebato enloquecido de la mirada. No, no se apartaba de nosotros.
Yo,
al principio, hacía como si nada, e incluso iniciaba una carantoña, y el muy
cabrón se enfurecía más. Yo subía a Sarandón al anochecer los sábados y
domingos. No había forma de que Carmiña bajase al pueblo, al baile. Según
decía, era por la vieja, que no se valía por sí misma y además había perdido el
sentido y ya en una ocasión había prendido fuego a la cama. Y así debía de ser,
porque luego Carmiña no resultaba ser tímida, no. Mientras Tarzán ladraba
enloquecido, ella se daba bien. Me llevaba de la mano hacia el cobertizo, se me
apretaba con aquellas dos buenas tetas que tenía y dejaba con mucho gusto y
muchos ayes que yo hiciera y deshiciera.
¡Carmiña
de Sarandón! Perdía la cabeza por aquella mujer. Estaba cachonda. Era caliente.
Y de muy buen humor. Tenía mucho mérito aquél humor de Carmiña.
¡Demonio
de perro!, murmuraba yo cuando ya no podía más y sentía sus tenazas rechinar
detrás de mí. Era un miedo de niño el que yo tenía. Y el cabrón me olía el
pensamiento.
¡Vete
de ahí, Tarzán!, decía ella entre risas, pero sin apartarlo. ¡Vete de ahí,
Tarzaniño! Y entonces, cuando el perro resoplaba como un fuelle envenenado,
Carmiña se apretaba más a mí, fermentaba, y yo sentía campanas en cualquier
parte de su piel. Para mí que las campanadas de aquel corazón repicaban en el
cobertizo y que, llevadas por el viento, todo el mundo en el valle las estaría
escuchando.
O'Lis
de Sésamo dejó la copa vacía en la barra y pidió con la mirada otro vino dulce.
Paladeó un trago, saboreándolo, y después lo dejó ir como una nostalgia. Es muy
alimenticio, dijo guiñando el ojo. La gente saldría enseguida de misa, y el
local se llenaría de humeantes voces de domingo. Por un momento, mientras
volvía a meter las manos bajo el grifo para fregar los vasos, temí que O'Lis
fuese a dejar enfriar su historia. Por suerte, allí en la ventana estaba el
monte, llamando por sus recuerdos.
Yo
estaba muy enamorado, pero hubo un día en que ya no pude más. Le dije: mira,
Carmiña, ¿por qué no atas a este perro? Me pareció que no escuchaba, como si
estuviese en otro mundo. Era muy de suspiros. El que lo oyó fue él, el hijo de
mala madre. Dejó repentinamente de ladrar y yo creí que por fin íbamos a poder retozar
tranquilos.
¡Qué
va!
Yo
estaba encima de ella, sobre unos haces de hierba. Antes de darme cuenta de lo
que pasaba, sentí unas cosquillas húmedas y que el cuerpo entero no me hacía
caso y perdía el pulso. Fue entonces cuando noté el muñón húmedo, el hocico que
olisqueaba las partes.
Di
un salto y eché una maldición. Después, cogí una estaca y se la tiré al perro
que huyó quejándose. Pero lo que más me irritó fue que ella, con cara de
despertar de una pesadilla, salió detrás de él llamándolo: ¡Tarzán, ven,
Tarzán! Cuando regresó, sola y apesadumbrada, yo fumaba un pitillo sentado en
el tronco de cortar leña. No sé por qué, pero empecé a sentirme fuerte y
animoso como nunca había estado. Me acerqué a ella, y la abracé para comerla a
besos.
¡Te
juro que era como palpar un saco fofo de harina. No respondía. Guando me
marché, Carmiña quedó allí en lo alto, parada, muda, como atontada, no sé si
mirando hacia mí, azotada por el viento.
A
O'Lis de Sésamo le habían enrojecido las orejas. Sus ojos tenían la luz verde
del monte en un rostro de tierra allanado con la grada. A mí me ardían las
manos bajo el grifo de agua fría.
Por
la noche, continuó O'Lis, volví a Sarandón. Llevaba en la mano una vara de
aguijón, de ésas para llamar a los bueyes. La luna flotaba entre nubarrones y
el viento silbaba con rencor. Allí estaba el perro, en la cancela del vallado
de piedra. Había alguna sospecha en su forma de gruñir. Y después ladró sin
mucho estruendo, desconfiado, hasta que yo puse la vara a la altura de su boca.
Y fue entonces cuando la abrió mucho para morder y yo se la metí como un
estoque. Se la metí hasta el fondo. Noté cómo el punzón desgarraba la garganta
e iba agujereando la blandura de las vísceras.
¡Ay,
Carmiña! ¡Carmiña de Sarandón!
O'Lis de Sésamo escupió en el suelo. Después
bebió el último trago y lo demoró en el paladar. Lanzó un suspiro y exclamó:
¡Qué bien sabe esta mierda! Metió la mano en el bolsillo. Dejó el dinero en la
barra. Y me dio una palmada en el hombro. Siempre se iba antes de que llegaran
los primeros clientes nada más acabar la misa.
¡Hasta
el domingo, chaval!
En
el serrín quedaron marcados sus zapatones. Las huellas de un animal solitario.
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