CUENTOS
DE TERNURA Y AMOR EN DICTADURA
(Memoria
humana de la militancia clandestina)
Presentación
Detrás de estos cuentos se expresa una
experiencia vital, de luchas, emociones, alegrías y sufrimientos que son parte
del reverso de la historia oficial, que afortunadamente se desmorona día a día,
para irse constituyendo a través de relatos como éste, la vida real, que con
consistencia creciente configura la crónica del Chile oprimido, en pugna por su
libertad.
Esta mirada construida desde la clandestinidad
fue la forma de realizar su ciudadanía política para miles de personas, a las
cuales se les usurpaban sus derechos esenciales.
Junto a la gesta de valentía y arrojo que se
describen en estas líneas se presentan también como su contraparte inseparable,
el miedo y los dolores de existencias cercenadas por la opresión política. En el vértice de ambos sentidos vitales, en
algún punto de ese infinito, surge el amor tanto en la ternura de la madre con
el hijo, como en la afectividad vital hacia el padre, como en el descontrol de
los amantes.
Hermosos cuentos nos ofrece Georgina. Ojalá
sean leídos por muchos.
Camilo Escalona Medina
2003, a treinta años del golpe...
ooOoo
A Rodrigo
Santiago, diciembre de 1998
Hijo:
He
escrito estas páginas para ti. En ellas te cuento algunas cosas que han ido
cayendo en el olvido y que creo que son importantes de rescatar porque tienen
que ver con tus raíces y las de muchos jóvenes de tu generación. Naciste y
creciste en medio de una de las más crueles dictaduras que recuerda la
historia, pero fuiste amamantado con altos valores.
No
en vano fuiste anunciado al mundo con las siguientes palabras: "Hoy, 15 de
marzo de 1981, ha nacido nuestro hijo Rodrigo. Hubiéramos querido tener el
mundo en nuestras manos para poder brindárselo, sin embargo sólo podemos
entregarle el compromiso por construir un mundo digno para recibir a muchos
niños."
Tal
vez, te deba muchas explicaciones. Los abandonos, los sacrificios, la falta de
sueño... Muchas veces te quedaste dormido debajo de la mesa de algún boliche
mientras tejíamos nuestros sueños. Otras tantas anduviste conmigo de la mano en
lugares peligrosos para un niño de tu edad. Son cosas que hoy no haría, pero
las circunstancias son otras.
Cuando
apenas tenías unos meses, un día tu papá me llamó por teléfono al trabajo y me
dijo: "Oye, me están pidiendo que saque a mis alumnos a la Alameda para
recibir a Pinochet... si no los saco corro el riesgo de que me despidan... yo
no tengo ninguna intención de llevarlos pero te llamo porque, no sé si estás
dispuesta a que yo quede cesante..."
Muchos
pensamientos cruzaron por mi mente en ese momento. Mal que mal tú eras un bebé
y había que alimentarte y protegerte. Sin embargo, en cuestión de segundos, le
contesté a tu padre: "No vayas a ninguna parte. Si te echan ya veremos.
Algún día podremos explicarle a Rodrigo por que razón no tomó leche durante un
tiempo, pero explicarle que perdimos la dignidad sería un poco más
difícil."
Siempre
recuerdo ese momento y me siento feliz porque pienso que ilustra mucho la vida
de la gente de izquierda en esa época. La dictadura logró hacernos perder
muchas cosas. La tranquilidad, la estabilidad y muchas veces la alegría... pero
jamás perdimos la dignidad que nos guiaba como una orgullosa bandera al tope.
Pero
la dignidad no fue nuestro único patrimonio. La dictadura fue una verdadera
caja de Pandora que junto a todos los males dejó libre la esperanza. A esa
esperanza nos aferramos y nos dio la seguridad absoluta de que valía la pena
vivir y luchar por lo que nos parecía justo y correcto.
Por
eso, a pesar de las circunstancias, trajimos niños al mundo y tratamos de
cobijarlos al calor de esos valores. Te los dejo como regalos, ya que en ellos
se afirmaron tus raíces. Nunca pierdas la dignidad y mira serenamente al
frente, aunque te golpeen. Y nunca pierdas la esperanza, ya que todo tiempo
difícil necesariamente pasa y la luz y los colores vuelven a ser visibles y
renovadores.
Tu
mamá que te ama.
Gina
ooOoo
EL ENCUENTRO
Gracias por la tregua
que le diste a mi existir...
Oscar Andrade
En homenaje a los
grandes amores
Comenzó a caminar lentamente
por una calle de Nuñoa bordeada de árboles inmensos y casas con prestancia de
barrio antiguo. Era una tarde de lluvia en la época de la clandestinidad del
Partido.
En ese tiempo el trabajo
militante consistía, en gran medida, en mantener el contacto con los compañeros
para planificar algún posible trabajo militante. Y la tarea no era fácil, ya que
nadie conocía los nombres, las direcciones ni las actividades de nadie. En los
encuentros callejeros no se esperaba más de cinco minutos y la falla de un
compañero podía significar la pérdida de contacto con la organización por un
par de meses.
Era habitual, por lo tanto,
realizar un par de "puntos" de encuentro cada día y pararse en las
esquinas con una manzana roja, un plátano u otras señales estrambóticas era
parte de la rutina.
El día anterior le habían
entregado el punto para recoger al delegado del Comité Central que venía a
reforzar el trabajo organizacional del Regional. Él debía caminar en sentido
contrario por esa calle, con El Mercurio del día bajo el brazo izquierdo y
abordarla con una pregunta previamente acordada.
El hombre corpulento que
avanzaba por la vereda no traía el diario, pero se le acercó resueltamente y
sin mediar contraseña le dijo: - ¡Hola!, ¿No te acuerdas de mí? Estuvimos
juntos en la reunión del otro día. Vengo a integrarme al Regional.
Mirándolo de cerca, lo reconoció
vagamente, aunque así, todo mojado se veía diferente. A pesar de que el
encuentro atentaba contra todas las medidas de seguridad y contravenía la
rigurosa disciplina practicada por largos años de dictadura, ella lo saludó y
giró en sentido contrario para caminar junto a él.
Esa clase de licencias no
estaba permitida, pero ese hombre tenía algo bondadoso que disolvía todo temor
y desconfianza. Sentía, como muchas
veces ocurría con los camaradas, que lo conocía de toda la vida.
Caminaron bajo la lluvia
hasta llegar a un boliche que ofrecía sopaipillas. Allí se sentaron, sacudieron
sus abrigos y, en menos de diez minutos se pusieron de acuerdo para una reunión
con los demás compañeros. Luego tomaron té caliente y sonrieron. No había
preguntas ni comentarios; no había pasado ni futuro en esos contactos.
La vida en ese entonces era
un tanto esquizofrénica. Ella era una profesional que se desempeñaba en un
medio social elevado y se codeaba con destacados personajes de la vida pública
del gran Santiago. En las tardes, las noches y los fines de semana, entraba en
las poblaciones, caminaba por el barro y se relacionaba con sujetos no
imaginables en su otra vida.
El hombre se puso de pie, le
acomodó el abrigo y salieron juntos. Se despidieron casi sin mediar palabras.
- ¿Cuál es
tu nombre de trabajo?
- Antonia ¿Y
el tuyo?
- Pedro.
******
La reunión fue una mañana de
sábado. Pedro hizo todas las preguntas necesarias para evaluar las condiciones
organizacionales del Regional y propuso planes para el crecimiento del Partido
en la zona. Antonia manejaba todos los detalles de la organización y, por lo
tanto, el contacto mutuo se hacía imprescindible para desarrollar el trabajo.
Vinieron muchas reuniones,
puntos, saludos presentaciones y despedidas. Nada era diferente del trabajo
rutinario realizado por tantos años. Un domingo falló el contacto para una
reunión que debía realizarse a medio día y se encontraron solos cerca del
Mercado Central. Almorzaron juntos en una marisquería.
Media botella de vino blanco
y la necesidad fundamental de humanizar la relación hicieron surgir las
preguntas personales.
- ¿Eres
casada?
- Sí... pero
estoy separada.
Mientras decía esto, sintió
cuanto le apretaba el alma su separación no resuelta. La verdad es que en medio
de ese caos, nada personal estaba resuelto y el compromiso con la patria, el
pueblo, la revolución y todo lo demás, servía de anestesia a todos los dolores.
- Tengo un
niño hermoso, de ojos negros. ¿Y tú?
- Yo también
estoy separado...
Se quedó callado y pareció
dudar.
- Separado
por las circunstancias.
- Ah...
- ¿No vas a
preguntar más?
Ella se rió. La regla era
escuchar mucho, hablar poco y no preguntar, pero con Pedro las reglas no
siempre funcionaban.
- ¿Qué
circunstancias?
- Mi mujer y
mis hijos están en Europa.
Aparentemente necesitaba
decirlo. Más bien pareció vomitarlo. Estaba serio. Lo vio triste y cansado.
- Veo que
eres un hombre enamorado...
- Vine por
unos meses y llevo aquí más de un año... lo único que quiero es volver.
- Lo
siento...
- En esta
cuestión no hay vida personal, no hay nada...
- Eso es una
estupidez. ¡Somos humanos! Pide que te manden de vuelta y se acabó.
- No es tan
fácil compañera...
******
Los contactos que vinieron en
adelante fueron distintos. Resolvían muy rápido los temas del Partido y luego
caminaban largas cuadras, entraban a los cafés del barrio Bellavista y cruzaban
en uno y otro sentido los puentes del Río Mapocho. Conversaban de sus vidas,
compartían sus problemas y se contaban sus cuentos.
Descubrieron gustos afines;
la música entre ellos. Una tarde, caminando por el Parque Forestal, ella sacó
de su cartera un caset con un concierto de Brahms y se lo regaló. El le tomó la
cabeza y la besó durante un tiempo que le hizo olvidar la dictadura, el
matrimonio rupturado y todas las aflicciones que existían en el mundo. Se
separaron sin decir una palabra.
******
Un par de noches después se
encontraron en una reunión que simulaba una comida de amigos en un restorán del
centro. Allí estaban todos los compañeros del Regional y un miembro del Comité
Central reconocido como un hombre brillante y famoso por el atractivo que
ejercía sobre las mujeres.
El hombre del Central expuso
un análisis político y luego la conversación se relajó. Vinieron las bromas y
las risas. Pedro estaba serio. El hombre del Central coqueteaba descaradamente
con Antonia y en un momento le pasó un mensaje escrito en una servilleta:
"Quédate conmigo esta noche".
"Tengo un compromiso", escribió Antonia. Pedro tomaba su vino
en silencio. El diálogo servilletezco continuó. "Le prometo la mejor noche
de su vida compañera", escribió el del Central con desparpajo. Ella se
rió...
Pedro
intervino molesto:
- Oye, dejen
de mandarse papelitos...
- Ya te
pusiste grave huevón. Estás igual que el Pelao Arancibia.
El Pelao había sido pololo de
Antonia cuando militaba en la juventud secundaria.
-
Cuidado compañero.
Nadie habla mal del compañero Arancibia en una mesa donde yo estoy – replicó
cortante.
-
¡Te salió gente al camino!
– rieron los demás.
Pedro se levantó de la mesa.
- ¿Vamos
compañera?
- Vamos.
Se despidieron y caminaron en
silencio. Él hizo parar un taxi y, alentado por el vino, ordenó en voz alta:
- Llévenos a
un motel.
Sin decir nada, la abrazó fuerte.
******
Al cerrarse la puerta de la
habitación desconocida, se escuchó la voz de Pedro:
- Desnúdate
mujer.
Hicieron el amor como nunca
lo habían hecho. Con violencia, con ternura, con alegría, con pena, con prisa,
con calma, con fuerza, con agotamiento, con recuerdos, con olvido, con todo lo
que tenían en el alma y en el cuerpo.
Al amanecer, Pedro encendió
un cigarrillo.
- ¿Qué
tienes que ver con el Pelao Arancibia?
- Fuimos
pololos cuando cabros chicos ¿Por qué?
- Porque
éramos muy amigos.
- ¿En serio?
-
Militábamos juntos en la secundaria.
- ¿Tú con
él?
- Sí, claro.
- Imposible.
- ¿Cómo que
imposible?
- Yo milité
siempre con el Pelao.
- ¿Dónde?
- En la
octava comuna.
- ¿En la
octava?
- Sí, claro.
¿Y tú de dónde eras?
- De la
octava también.
- Imposible.
- ¡Cómo que
imposible, mujer! Éramos compañeros de curso con ese hombre... y después fuimos
juntos a la universidad.
- Entonces
tú eres...
- No lo
digas. Suficiente. Esta conversación nunca existió. Tomamos mucho. No
debimos...
- No puedo
creerlo... Tú eras mucho más delgado, tenías el pelo largo...
- Me acuerdo
borroso de ti. Eras muy chica, niñita, con uniforme, con calcetines...
- No
hablemos más. No hemos hablado nada.
******
Pedro comenzó a transformarse
en el hombre de su casa. Se quedaba los fines de semana. Salían a pasear juntos
con Ismael, el niño de ojos negros. A veces ella cocinaba mientras ellos
jugaban. Recibían amigos y reían mucho, escuchaban música, cantaban. Pasaban
los días y los meses con calor y alegría, sin tocar jamás el tabú del futuro.
A veces ella sorprendía su
mirada melancólica puesta allá quién sabe donde. Pero ella sabía donde.
- Tienes que
irte, Pedro.
- Si sé. Eso
quiero también.
- Tienes que
hacer que te manden de vuelta.
- Claro...
En el verano Pedro partió a
hacer trabajo partidario a Talcahuano y le pidió que lo acompañara. Pásame a
buscar a Concepción y nos vamos juntos a Chiloé, le dijo.
Cuando Ismael se fue a pasar
unos días de vacaciones con su padre, ella partió. Echó tres pilchas en un
bolso y fue a juntarse con Pedro.
Pasearon por la playa,
recorrieron la ciudad y se embarcaron al sur. Recorrieron todas las tonalidades
de verde que existen en Chiloé, que son todos los verdes que existen en la
escala cromática. Hicieron el amor en la arena, en el bosque, en las rocas y en
el medio de las siembras.
Una noche de lluvia sureña,
entraron a uno de esos boliches que sólo existen en las provincias. En silencio
él tomó sus manos y la miró largamente.
- Tengo que
irme... Si no me voy ahora, no me voy a ir.
- Tienes que
irte.
******
Pedro desapareció de su vida
un dos de marzo. Ella lloró con sollozos, con gritos desgarradores, con pérdida
del conocimiento y la razón.
Cuando reaccionó, se encontró
parada en una esquina, mordiendo una manzana verde, mirando como se acercaba un
hombre con un libro azul que avanzaba lentamente abriéndose paso en medio de la
dictadura.
ooOoo
EL VIEJO
... ser joven y
no ser revolucionario,
es una
contradicción hasta biológica;
pero ir avanzando
en los caminos de la vida
y mantenerse como
revolucionario
en una sociedad
burguesa, es difícil...
Salvador Allende.
A mi camarada padre...
Yolanda
tenía dieciséis años y toda la locura de la adolescencia vibraba dentro de
ella. Su vida había sido, hasta entonces, un tanto curiosa. Educada por un
padre marxista e ilustrado, tenía una visión grandiosa de la humanidad y su
futuro. Había tenido contacto, desde muy pequeña, con los compañeros de partido
del viejo Bernardo y, para la campaña de Allende, cuando apenas tenía trece
años, se integró a la vida militante.
El
viejo Bernardo era exigente. Quería las mejores notas, la mejor imagen y el
mejor futuro para su hija. La educó en un colegio inglés y la inscribió en el
conservatorio para estudiar piano. La niña debía transformarse en una mujer
culta y autovalente. Imponía también una disciplina rigurosa y, tal vez porque
Yolanda incorporó muy temprano la disciplina intelectual, no le quedó espacio
para incluir en su vida ningún otro tipo de disciplina.
Con
una intensidad desmesurada y una velocidad vertiginosa acumulaba sensaciones,
compromisos, aspiraciones, ideales, amigos, relaciones y amores adolescentes
que se forjaban y se disolvían con enorme soltura y naturalidad.
Sus
primeros pololeos tuvieron la poesía y el atractivo de lo oculto. No imaginó,
en ese límite de la infancia, lo que le serviría en el futuro esa vocación por
la clandestinidad.
El
día del golpe, el viejo Bernardo, temiendo lo peor, cerró las puertas de su
casa y guardó a su familia bajo siete llaves.
Con
toda calma, Yolanda puso en su bolso de
colegio una botella de agua oxigenada, un poco de gasa, una tijera, un libro y
otras cosas que consideró adecuadas para combatir al fascismo y hacer la
revolución. A medio día, al filo del toque de queda, se descolgó por el balcón
del segundo piso y partió a integrarse a la resistencia.
Un
par de días después, Yolanda tuvo que volver con la cola entre las piernas, sin
haber derrotado al ejército ni muerto en el combate, únicas alternativas que se
había planteado al saltar por el balcón. Su preocupación fundamental al tocar
el timbre de la casa de sus padres, era la zurra que le iban a dar por haberse
mandado a cambiar de esa forma.
Le
sorprendió que la abrazaran aliviados y contentos. Su mente no alcanzaba a
procesar la tragedia que había significado su ausencia.
******
La reconstrucción
del Partido fue lenta y difícil. Después que se produjo la hecatombe del 73,
muy pocos se atrevían a retomar contacto, a juntarse con otros, a planificar
una reunión. Nadie conocía las medidas elementales de seguridad y hubo que
inventarlas sobre la marcha, a partir de nociones muy vagas que manejaban
algunos expertos improvisados que muchas veces cayeron presos o desaparecieron.
Muchos
viejos se retrajeron en sus casas y trataron de proteger sus vidas y la de sus
familias. El peso del miedo, las responsabilidades con sus hijos, el aborto del
proyecto y el dolor de las pérdidas de todos los tipos, aplastaron sus
ilusiones dejándolos paralizados en la angustia.
Los
primeros que levantaron cabeza fueron los jóvenes. Quince o veinteañeros convencidos
y resueltos que sentían que existía el derecho a soñar y el deber de construir
esos sueños. Aterrados e ignorantes, vencían cada día y cada hora el espanto de
la posible suerte inmediata, alentados por las bondades del futuro.
Aprendieron
a mirar para atrás en forma imperceptible, a subir a las micros de una nueva
manera, a mirar las vitrinas fijándose en el reflejo de los vidrios.
Aprendieron a compartir hasta el cepillo de dientes con el camarada que estaba
en apuros.
Cerca
de octubre, aparecieron en la casa de Bernardo los primeros enviados del
Partido después del golpe. Eran Mariana y Carlos; ella, una liceana de no más
de dieciocho años y él, un estudiante de derecho de unos veintidós.
Plantearon
la necesidad de reagruparse y reactivar la organización. Hablaron de luchar
contra la dictadura y mencionaron palabras nuevas como resistencia y
clandestinidad. La conversación fue en privado en la sala de música. Yolanda
escuchó lo que pudo detrás de la puerta.
El
viejo Bernardo les pidió que no fueran ingenuos, que no se arriesgaran. - Ustedes no han dimensionado lo
que esto significa - les dijo. Esta gente ha actuado en forma sanguinaria, sin
escrúpulos.
Demás
estaba decir, que a todos los temores ya existentes, se sumaba el de hacer
trabajo político conducido por estas criaturas.
Los
muchachos salieron de la habitación sin haber logrado éxito en su labor de
reclutamiento. Al salir saludaron a Yolanda. Mariana se acercó y le dio un
abrazo cariñoso. ¡Qué alegría verte!, dijo en voz alta. - Te espero en la
iglesia franciscana mañana a las cuatro, - susurró al separase.
******
Pasaron
los años y el viejo Bernardo se reintegró al Partido. Le costó asimilar las
medidas de seguridad y la rigurosa disciplina del trabajo conspirativo, pero
haciendo un esfuerzo y cometiendo unos cuantos errores lo fue logrando con
éxito.
Tenía
grandes condiciones para realizar labores de educación política, tarea de gran
importancia considerando que el promedio de edad de los militantes del partido
aún no superaba los veinticinco años.
Comenzó
a enseñar a tres o cuatro compañeros, luego a otros y, en poco tiempo, lo
mandaron a llamar de la dirección regional para que se hiciera cargo del área
de educación.
Lo
recibieron con cariño y alegría. Eran pocos los viejos que practicaban una
militancia activa. Se hicieron las presentaciones: el compañero Manuel, la
compañera Victoria, el compañero Vicente... ¿Cómo es su nombre compañero?
Nicolás, dijo el viejo, recordando en el último segundo cambiarse el nombre.
El
tiempo siguió su curso y el viejo Nicolás pasó a ocupar un espacio importante
en el colectivo de trabajo. Sus anécdotas e historias alegraban la rutina y
alimentaban el espíritu de los jóvenes militantes. Ellos a su vez, le enseñaban,
no siempre con éxito, las prácticas del clandestinaje. Muchas veces debían
llamarle la atención por hablar más de la cuenta y entregar muchas luces acerca
de su vida personal.
- La vida personal debe mantenerse
al margen del Partido compañero Nicolás. Nosotros no debemos saber quién es
usted, dónde vive ni qué hace. Saberlo es un peligro.
- Se me olvidan estas cuestiones
compañero. Yo me formé en otras condiciones... Pero no se preocupe, soy
cuidadoso.
Por
esos días se realizó la gran Conferencia Regional. Asistieron delegados de
todas las comunas. El viejo se dirigió a los jóvenes con vehemencia. Les habló
de sueños e ideales, del compromiso con el pueblo y la revolución, de la futura
patria socialista. Habló también de su admiración por los jóvenes, por su
consecuencia y valentía.
Los
ojos de los nuevos quinceañeros brillaron con emoción. Nunca habían escuchado
hablar a nadie de ese modo, con tanta convicción y trascendencia. Sus maestros,
los antiguos quinceañeros, hablaban de urgencias, de derrocar a la dictadura,
de recuperar una deslavada democracia de la cual apenas tenían recuerdos, de
medidas de seguridad, de señales, de prácticas. No, de este modo, nadie les
había hablado antes...
- Creo que el viejo ha sido el
mejor aporte del ultimo tiempo - comentó Manuel.
- No me cabe duda - respondió
Victoria.
- En todo caso encárgate de salir
con él para que no vaya a meter la pata. El viejo no ha podido cachar el
sistema de trabajo.
- No te preocupes, yo me encargo.
No
era primera vez que Victoria debía hacerse cargo de conducir a Nicolás. De
hecho le había enseñado gran parte de la práctica rutinaria.
- ¿Vamos compañero?
- Vamos compañera. Hasta pronto
camaradas. ¡Salud y larga vida a los constructores de la patria socialista!
Victoria
y Nicolás fueron casi los primeros en salir. A la distancia vieron a la
parejita de liceanos que pololeaba arrimada a un árbol. El muchacho paso el
brazo por el cuello de la niña y le desató el pañuelo blanco que llevaba
amarrado en el pelo.
- Todo bien - dijo Victoria.
Podemos salir.
- Bien compañera.
Caminaron
una cuadra y se despidieron.
- Cuídate, dijo el viejo.
- Cuídese usted también...
Avanzaron
unos metros en direcciones opuestas y ella escuchó la voz del viejo:
- ¡Ah, Yolanda! ¡Cuándo vayas el
sábado a la casa no te olvides de llevarme el libro!
ooOoo
VOTO POR TI
Me
enseñaste a encender la bondad como el fuego.
Me
diste la rectitud que necesita el árbol.
Neruda,
A mi Partido
Con admiración y cariño, a mi amigo Eduardo Reyes
De algún modo, en pocas pinceladas, dibujaste
un círculo indeleble que circunscribió mi historia. Nunca lo he lamentado. Tal
vez, lo único triste, es que haya sido un gesto involuntario de tu parte.
Empezaste
a trazarlo esa misma tarde de invierno del 70, cuando entré, tímidamente a la
vieja casa de la calle Independencia y te miré, como un mortal observa a un
dios del Olimpo. Tú no me viste, es cierto, pero así, desde lejos, te metiste
en mi historia.
Al
principio la casa era pequeña… ¿Te acuerdas? El Partido sólo arrendaba un par
de piezas de la enorme casona. Ahí, detrás de un escritorio destartalado se
sentaba el viejo Pérez, el zapatero, a recibir a los nuevos militantes, que
llegaban llamados por el entusiasmo de esta campaña de Allende que, por fin,
tenía verdaderas posibilidades de tener éxito. No recuerdo si durante la
campaña o tal vez en los primeros meses del gobierno, la casa se ocupó
completa. Entonces apareció esa sala grande, donde alguna vez te vi hablándole
a los compañeros de la Juventud, de algún tema relacionado con las urgencias
del momento o de algún sueño, con relación al futuro.
Las
piezas eran altas y oscuras. Había pocos muebles. Allí, alrededor de una mesa,
estabas reunido con los muchachos de tu liceo cuando me invitaste por primera
vez a participar en una reunión de núcleo… de tu núcleo. Los otros se rieron un
poco de mi curiosa presencia. Todo era absurdo, por cierto. No sólo era la
única mujer en esta reunión de núcleo de un liceo de hombres, sino que además
era claramente una niñita, la cabra chica que esperaba de tarde en tarde que su
papá se desocupara de alguna reunión. Todos me habían visto, claro, pero tú
fuiste el primero que me miró. A la salida me preguntaste cuando iba a ingresar
a la Juventud y ese fue el momento de mi ingreso.
Yo te
miraba con enorme reverencia y respeto. Eras todo lo que yo no era, mucho de lo
cual jamás sería. Eras grande, sabio, independiente, respetado por todos tus
compañeros y, por sobre todo, eras proletario. Nadie, ni el Secretario General
del Partido, era tan importante e inalcanzable. De hecho yo había estado con el
Secretario General del Partido alguna vez y me había atrevido a hablarle sin
problemas… Contigo era distinto. Me sentía tan tonta, tan cabra chica, tan
inoportuna…
Las
tardes, preparando engrudo en el patio de la casa se sucedían vertiginosas en
espera de las noches para salir a pegar carteles. Allí estaban el Miguel, el
Pedraza, el Acevedo, el Barni, la Ale, el Pepe, el Alfredo y un montón que me
ha borrado el tiempo. Y siempre estabas tú, dispuesto a regalarme una mirada,
una palabra cariñosa. Yo los veía prepararse para partir, pero nunca pude salir
con ustedes. Aún no había hecho la revolución en mi familia y no me dejaban
salir en la noche a tales menesteres con semejante compañía.
El
tiempo que pasamos en esa casa grande fue tan intenso, que tuvieron que pasar
muchos años para darme cuenta de que sólo fueron unos meses. Lo compartido pudo
ser más... pero tú me convenciste de que me fuera. Tal vez tú no lo recuerdes,
pero en una conversación de muy pocas palabras, como era tu estilo, me dijiste
que ese no era mi lugar; que me gustara o no me gustara yo estudiaba en un
colegio particular y que allá debía hacer mi actividad militante. Lamento
informarte, después de tantos años, que tuviste poco éxito en tu discurso
acerca de la toma de conciencia de mi extracción social. A regañadientes formé
un núcleo en el Colegio y me fui a militar a Providencia, pero volvía de visita
a la casona cada vez que podía, con una u otra excusa. Algo me decía que allí
se había anclado una parte importante de mi vida.
En una
de esas visitas, en el verano del 71, estábamos conversando en la puerta de la
casona frente a las Carmelitas cuando vimos salir una novia. Tú sonreíste y me
dijiste:
-
“Así vas a salir tú, en un tiempo más…”
-
Yo no me voy a casar así… Tal vez ni siquiera le avise a mis
padres…
-
Bueno, si tú quieres no les avisamos.
Ese
fue el único desliz que te permitiste en todo ese tiempo. Fue también la única
oportunidad en que, fugazmente, pasó por mi mente la posibilidad de que fueras
un hombre. Para entonces yo tenía catorce y tú diecinueve.
* * *
* * * *
Una
tarde de marzo, antes de oscurecer, sonó el teléfono de mi casa. Eras tú. No lo
podía creer: el dios del Olimpo descendía a comunicarse con los mortales. Me
dijiste que necesitabas conversar conmigo, urgente, esa misma tarde. Hice el
camino hasta la casona con el corazón agitado. Algo importante debía suceder
para que tú me llamaras.
En un
rincón aislado de una de las grandes piezas, me hablaste en forma sencilla y
lacónica, como siempre:
-
Me voy compañera. Me voy a la universidad en Concepción. Estoy
contento, porque tendré la posibilidad de ser profesional y eso, que siempre ha
sido un privilegio de pocos, ahora es nuestro derecho.
Sentí
que el mundo se dio una vuelta en fracción de segundos. No podía imaginar como
sería, si tú no estabas.
-
Me alegro tanto por ti - dije con el corazón apretado.
-
Hay un tema que debimos haber conversado y no lo hicimos. Ahora
que voy a estar varios años afuera, no es el momento de hacerlo. Es mejor dejar
las cosas como están.
- Te voy a echar mucho de menos…
- Yo también; más de lo que tú crees.
- Te voy a necesitar…
-
Usted no va a necesitar nada, compañera… hay tanto que hacer y
usted lo sabe.
Consecuente
con lo que había sido tu trato conmigo, me trataste como a una mujer y no como
a una niña. Tal vez ese fue tu error, porque yo era una niña, una cabra chica
bastante malcriada que siempre había tenido todo lo que necesitaba.
-
Voy a necesitar saber de ti…
-
Es mejor que no nos escribamos. Sólo por si fuera imprescindible,
te dejé mi dirección con la Cecilia.
En la
gran casa se vivía una tarde de fiesta. Todos chacoteaban, felicitaban y daban
buenos deseos. Me despedí de ti con un abrazo y me fui desapercibida entre las
risas y palmoteos de espalda.
Hasta
entonces no había tomado conciencia de lo importante que eras para mí. Tú eras
mi personificación del hombre nuevo, el que siempre pensaba con bondad y hacía
lo correcto, el que siempre caminaba con precisión y seguridad detrás de un
sueño. Tú eras mi referente, mi certeza, mi guía y, desde aquel instante, mi
amor, mi compañero ausente.
* * *
* * * *
Sólo
para comportarme a la altura de tus deseos, evité escribirte durante un tiempo.
Cumplía mis deberes en forma cotidiana. Hacía las tareas del colegio,
participaba activamente en la vida partidaria y soñaba… soñaba con mil cosas
relativas al futuro, entre las cuales siempre estabas tú.
Un
día, en una concentración de esas multitudinarias de los primeros tiempos del
gobierno, me encontré con la Cecilia y le pedí tu dirección. Es misma noche te
escribí una carta.
No
estaba preparada para recibir una respuesta inmediata y menos para su
contenido:
-
“Compañera:
nada es más difícil que empezar a hablar de algo que debió decirse hace tanto
tiempo y en otras circunstancias. El caso es que te quiero y quiero compartir
contigo todas las cosas importantes que estamos viviendo…”
En esa
carta me decías que pasarías por Santiago rumbo a un Congreso en La Serena y
que entonces nos veríamos. Mi corazón galopó fuerte durante esos días de
espera. Sentía una inmensa felicidad, que percibía como del todo inmerecida.
Nuestro
encuentro fue maravilloso. Allí, frente al puente que enfrenta a la calle
Independencia, iniciamos uno de los más hermosos recorridos que he hecho en mi
vida a través del parque forestal. Caminamos abrazados, nos tomamos de la mano
y bajo los árboles que sombreaban el monumento a Rubén Darío, me besaste.
-
Es la primera vez que beso a una mujer…
Yo
guardé silencio y sólo te miré profundamente a los ojos. No era la primera vez
que besaba a un muchacho pero, créeme, era la primera vez que sentía que la
vida se me iba en un beso.
El
agua de la fuente de Rubén Darío nos acompañó en ese sueño, cantándonos sus
versos:
Por eso ser sincero es ser potente;
de desnuda que está brilla la estrella.
el agua dice el alma de la fuente,
En la voz de cristal que fluye de ella.
A poco
andar me contaste que debías viajar a Europa por unos meses. Yo sabía que no
ibas a estar conmigo, pero no sé por qué la diferencia entre Concepción y el
continente del noreste me pareció tanta. Yo te necesitaba aquí y ahora…
Tus
cartas comenzaron a llegar desde el primer día. Maravillosas postales con
muñecas y flores alimentaron mi espíritu adolescente. Si me atrasaba en responderte
me reclamabas de inmediato.
- Necesito que me escribas. En Chile están pasando demasiadas cosas y yo
me siento afuera. Es terrible estar ausente en momentos como estos – me
decías.
Esas
cartas fueron mis primeros informes políticos de coyuntura. Debía contarte todo
lo que ocurría y en esos días los hechos se sucedían por horas. Todos los
esfuerzos por desestabilizar al gobierno estaban siendo realizados tanto dentro
como fuera del país. Paros, huelgas, protestas, enfrentamientos, actos de
terrorismo… todo valía para una burguesía aterrada que veía con espanto como
avanzaba el gobierno popular.
Nuestra
relación no fue aceptada con facilidad por los compañeros de la juventud.
Aunque tú no lo supieras ni estuviera contemplado en tus intenciones, tú eras
para ellos muy significativo. Ellos no podían comprender cómo su gran líder
proletario había descendido a involucrarse con una cabra chica completamente
pequeño burguesa.
-
Lo que pasa es que tú tienes un amor platónico con Juan Carlos -
me decían cada vez que podían. Tú no estás enamorada de verdad; él no es un
hombre para ti.
Nunca
supe si era verdad o me convencieron. El caso es que un buen día me vi
involucrada con un muchachito adolescente de quince años, igual que yo,
bastante más cercano y concreto. Era un chiquillo que había llegado ese año a
tu mismo liceo, que había escuchado hablar de ti a la altura del Che Guevara y
que no podía creer que había sido capaz de levantarle la polola a un héroe de
la revolución.
Ni te
imaginas la pelotera que se armó en la seccional de la juventud. El severo
juicio de los compañeros se levantó fulminante contra nosotros. Sólo los
grandes dolores que vinieron hicieron que nuestra “inmoralidad” fuera olvidada.
Yo,
en mi infinita inmadurez, no supe como enfrentar la situación. No sabía si
escribirte y contarte la verdad, provocándote un dolor o si seguirte
escribiendo, obviándola. Como no era capaz de mentirte ni de hacerte daño, opté
por no escribirte más. Para decepción tuya y de Rubén Darío, no fui lo
suficientemente potente para ser sincera…
No
supe más de ti hasta después del golpe.
* * *
* *
La
historia nos cayó encima como una mole que aplastó nuestros sueños. Durante los
días terribles de septiembre y octubre del 73 cualquier noticia que se tuviera
de algún compañero era valiosa. Sólo saber que estaba vivo era motivo de
alegría, aunque muchas veces hubiera perdido su trabajo, lo estuvieran buscando
o incluso estuviera preso. De ti nadie pudo decirme nada.
Una
tarde de Octubre llamaron a mi puerta. Era Miguel. Me alegró mucho verlo, a
pasar de que nuestra relación no siempre había sido fácil.
-
No vengo solo - me dijo.
-
¿Con quién vienes? ¡Hazlo pasar!
-
Vengo con Juan Carlos. En realidad vine porque él quiere hablar
contigo.
-
¡Pero cómo lo dejas afuera! ¡Dile que entre!
Me
asomé a la puerta y ahí, en la oscuridad de la calle te reconocí. Mi alegría
fue infinita, sin embargo tu seriedad me impidió dar rienda suelta a mis
emociones.
-
¿Podemos conversar unas palabras en privado?
-
¡Por supuesto! Pasa… ¿Cómo estás?
-
Yo estoy bien, estoy bien… necesitaba verte.
-
Yo también necesitaba saber de ti…
-
Bueno, verás… en este momento en que para mí la vida es una
cuestión bien relativa, yo no sé si te quiero, pero la verdad es que te
necesito… ¿Puedo contar contigo?
-
Siempre, compañero, siempre puede contar conmigo.
-
Te estoy pidiendo que me acompañes en esta parte de la vida, que
seas mi compañera…
Sentí
que no era el momento de entrar en evaluaciones acerca del amor y que había que
limitarse a hacer lo que había que hacer. La verdad es que no hice nada que no
quisiera; quería estar contigo.
-
Soy tu compañera y estoy contigo - me escuché contestando.
* * *
* * *
Eran
días peligrosos. Nos encontrábamos en puntos y caminábamos abrazados por el
parque. Hablábamos del presente y del futuro, nunca del pasado. Nos tomábamos
las manos y nos mirábamos profundamente a los ojos. Durante esos minutos
parecía no existir la tormenta que se vivía en el país.
Sin
embargo, a pocos encuentros, yo tenía la seguridad de no ser la compañera de tu
vida. Pensé que era igual de obvio para los dos y me sorprendió tu dolor cuando
te lo dije. Lloramos reclinados sobre una baranda del Mapocho al terminar ese
encuentro que sería el último de nuestra juventud inocente y soñadora.
-
Te voy a esperar un tiempo - me dijiste -, no para siempre… Te
voy a dejar un teléfono; llámame sólo si es para que volvamos; si no es para
eso no me llames.
Por
terceros supe que caíste preso. Supe de tu dolor, tu sufrimiento. Largo tiempo
después, que salías al exilio… Nunca más supe de ti.
* * *
* * *
Los
años de la dictadura transcurrieron lentos, como las pesadillas. En medio de
ellos la vida personal se desenvolvía porfiada, insistente. Nuestra ideología
no nos permitía el lujo de morir de pena… había que seguir viviendo.
Ingresé
a la universidad a estudiar pedagogía en historia, convencida de que esa era
una buena trinchera de lucha. Participé en la reconstrucción del movimiento
estudiantil y me perfeccioné en el arte del trabajo conspirativo clandestino.
Me
casé con un compañero del Partido y tuve un hijo, que se constituyó en mi mayor
riqueza. Muy pronto, al separarme de su padre, sería la única.
En
todo ese tiempo estuviste presente en mis pensamientos. Fuiste mi maestro en
muchas cosas, en más de las que tú estás consciente. Hacer lo correcto, hacerlo
bien, tomar las decisiones, incluso las más personales, pensando en el
beneficio de la causa, fueron marcas que dejaste en mí grabadas a fuego. No
siempre lo logré, está claro, pero siempre lo intenté y te recordé cada vez que
lo hice. La otra lección que me quedó, de nuestro primer romance, fue decir la
verdad pese al temor a hacer sufrir al otro… la practico hasta ahora y creo que
he hecho sufrir bastante menos.
Pasaron
muchos años e infinitas peripecias, hasta que un día supe que te habían visto
en la calle, en una manifestación de Derechos Humanos. La persona que te vio se
quedó con la idea de que trabajabas en eso.
Inmediatamente
me dispuse a buscarte. Partí a la Comisión de Derechos Humanos donde pensaba que
podía encontrar noticias tuyas. En la primera puerta que golpeé apareció un hombre gordo, al que le dije:
-
Estoy tratando de ubicar al compañero Juan Carlos Morales.
En el
fondo de los ojos incrédulos del hombre gordo, reconocí tu mirada. Me
sonreíste, me abrazaste y pegaste un grito para adentro:
-
Sigan no más, vuelvo luego -
y en un rápido ademán tomaste un bolso… estaba claro que no ibas a
volver tan luego.
Nuestra
conversación fue a borbotones. Me preguntaste si seguía tocando el piano, si
todavía vivía con mis papás y hasta si había terminado el colegio… después te
reías de la tontera.
Recuerdo
que te sorprendió saber que había estudiado historia, que era profesora. Tú me
imaginabas médico, ingeniero, abogado o qué sé yo qué. Entendiste poco, amigo,
acerca del peso que tuvo en mi vida cada una de tus palabras. Acerca de la
elección de la profesión conversamos muchas veces… Para ti era un acto de
servicio… Uno debía elegir aquella profesión desde donde mejor pudiera servir a
los otros, al pueblo, a la causa… La diferencia es que a ti se te olvidó que me
lo dijiste; a mí, nunca.
-
Si te hubieras casado conmigo habrías podido estudiar en Europa –
me dijiste sonriendo.
-
¡Claro! Eras un gran partido y no te valoré a tiempo – te
contesté, tratando de que pareciera broma.
A mí,
en cambio, no me impresionó comprobar que eras tan pobre como siempre. Que no
habías usufructuado ni mínimamente del exilio y que habías retornado en cuanto
tuviste la primera posibilidad. No me impresionó comprobar que eras tanto y más
íntegro que el joven que una tarde confundió sus lágrimas con las mías en las
aguas del río Mapocho.
En
pocos minutos nos dimos cuenta de que los recuerdos estaban nítidos, que ambos
habíamos sido importantes para el otro y que el cariño estaba vivo. A manera de
prevención, me contaste que estabas casado, que tenías hijos y que no eras
hombre que se separaba…
Yo sé
– me dijiste – que en algún rincón de la vida, aunque sea después de los
cincuenta, va a haber una oportunidad para nosotros… mientras tanto yo voy a
hacer footing para mantenerme en forma para entonces…
Nos
reímos y no nos cansamos de mirarnos. Como siempre, tú más responsable que yo,
me pediste que no nos viéramos… Que ahora había tantos actos públicos, que nos
íbamos a encontrar y que íbamos a estar sabiendo de nosotros. Como siempre
también, me dejaste un teléfono para que te ubicara sólo si era imprescindible…
Como
si hubiera sido una promesa, nos encontramos en todos los actos públicos que
hubo durante la dictadura desde entonces.
* * *
* * * *
El
destino quiso que más tarde nos encontráramos militando en el mismo Comité
Regional. Entonces ya no hubo posibilidad de no vernos y la cotidianeidad fue
pasando a segundo plano nuestros recuerdos. Conocimos a nuestras familias y
compartimos los últimos meses de lucha contra la dictadura.
Tu
estatura y compromiso militante, siempre fueron superiores a los míos.
Terminada la dictadura me retiré de la militancia activa y decidí hacer lo que
no había hecho durante esos años: familia y profesión. Sólo voy a votar cuando
corresponde y pese a que al interior del Partido, siempre estuvimos en
distintas tendencias, voto por ti.
Voto
por ti porque siempre estuviste cuando hubo que estar, porque creo en lo que
dices, porque nunca me has decepcionado. Voto por ti porque eres sencillo,
digno y consecuente, porque tu discurso es consistente con tus actos. Voto por
ti porque nunca has dejado de creer en tus sueños y por que jamás has perdido
la luz de tu mirada. Voto por ti, compañero, sin rodeos, porque te quiero.
ooOoo
LA PANTERA ROSA
A los invisibles que inspiran la vida
de los visibles…
Ludovica
Squirru
Con amor, a mi hermana Susana
Ella era de esos personajes que no pueden existir
en la realidad, tanto porque le costaba aceptar que ésta fuera tan pedestre y
prosaica, como porque todo lo que se relacionaba con ella, incluyéndola a ella
misma, parecía una ilusión.
Era tan delgada, que era fácil imaginarse que de
pronto se elevaría o simplemente se desvanecería. Su cabeza estaba llena de
música y de sueños. A veces andaba por ahí, tarareando un concierto y, sin
mediar causa aparente, se quedaba mirando a la distancia como nostalgiando ese
amor maravilloso que siempre imaginó y nunca tuvo. Y no porque no tuviera
amores, sino porque nunca fueron suficientemente sublimes.
Ella no camina. Flota. - decía muchas veces
Gerardo cuando hablaba de su hermana.
El golpe de estado la obligó a parase en el suelo,
justo cuando éste era menos estable. Su extremada sensibilidad la hacía
deplorar la dictadura por antiestética y perversa. Más tarde, dolores
personales, la harían percibirla con horror y repulsión.
- ¿Por qué no militas,
flaquita? - le planteó alguna vez Gerardo. Eres tan inteligente y tan capaz.
Serías un gran aporte. Además nadie sospecharía jamás de ti...
- No sirvo para eso Gerardo...
Ya tengo suficiente con el miedo que paso por ti y además están los niños.
Gerardo frente a eso no tenía argumentos. En
realidad los pobres niños perecerían sin ella, ya que el imbécil de su cuñado
nunca alcanzó a enterarse de la clase de mujer que se farreó, ni mucho menos
de las responsabilidades de la
paternidad.
Pero ella ayudaba en lo que podía. Recibía un
mensaje, entregaba un paquete o, simplemente escribía algún papel a máquina
cuyo contenido nunca consideró imprescindible entender.
Ella vivía con los niños y la vieja nana que ya
había criado a dos generaciones, en la enorme casa paterna. Era un mastodonte
de dos pisos ubicado en la esquina de dos antiguas calles empedradas de
adoquines.
- Flaquita, tienes que hacerme
un favor, - le pidió un día Gerardo. Va a venir una compañera a retirar este
paquete. Ella no debe saber que yo tengo alguna relación con esta casa. Va a
preguntar si aquí hacen costuras y tú, simplemente le entregas el paquete.
A las siete en punto, hora indicada por Gerardo,
sonó el timbre. Una mujer alta y maciza, con cara bonita y sonriente estaba en
la puerta.
- ¿Aquí es dónde hacen
costuras?
- ¿Costuras? No... En realidad
por aquí cerca no hay ninguna costurera.
La mujer se quedó estática, desconcertada y sin
sonrisa. Teresa en cambio sonrió amable.
- ¿Te puedo ayudar en algo más?
- No... Es decir, sí. ¿Estás
segura de que no hacen costuras?
- No. Costuras no... ¡Ah,
flauta! ¡El paquete de mi hermano! Sí, si hacemos costuras... es decir no es mi
hermano... pero sí, tengo el paquete. ¡Horror! Lo estoy haciendo pésimo. Yo le
he dicho a Gerardo que no sirvo para esta payasada...
La mujer se rió de buena gana. Miró con curiosidad
a ese personaje flacucho que corría de un lado para otro, abriendo cajones y
cerrando puertas, tratando de encontrar el dichoso paquete. Por fin pareció
acordarse que lo había escondido encima de una vitrina y acercó una silla. El
paquete dio tres vueltas en el aire y miles de papeles volaron desparramándose
por la enorme habitación.
La mujer alta se reía con lágrimas. Teresa se
deshacía en explicaciones y reproches. Yo le he dicho a Gerardo... -insistía en
meter la pata. Yo le he dicho que yo no sirvo para esto porque soy igual a la
Pantera Rosa, que hace una idiotez detrás de la otra...
Las dos mujeres se agacharon y trataron de
desarmar el entuerto. Finalmente las dos reían. Una vez que el paquete estuvo
armado, la mujer alta se le acercó cariñosa.
- Ha sido un gusto conocerte.
Eres muy divertida. ¿Cómo es tu nombre?
- Te... ¿El de verdad? ¡No! -
pensó en voz alta, teniendo una iluminación tardía de precaución. Pantera.
Pantera Rosa a sus órdenes.
La mujer se alejó riéndose sola. Esta flaca me
alegró el día, el mes, la dictadura completa.
******
La compañera Pantera se transformó en la ayudista
más preciada. Todos los que la conocían le tenían cariño y simpatía. Reconocían
en ella la valentía y la buena voluntad más desinteresada y humilde.
Tiempo después, Gerardo le encomendó una tarea bastante
más compleja. Se trataba ni más ni menos que de prestar la casa para realizar
una escuela del Partido. Un montón de gente debía encerrarse durante todo el
día, desde las ocho de la mañana hasta la noche.
La casa se prestaba, porque estaba en un barrio
tranquilo y tenía acceso a dos calles. Además era enorme, se podía trabajar en
comisiones y el inmenso dormitorio de sus padres era capaz de acoger
perfectamente una reunión plenaria.
- Flaquita. Tú tienes que estar
porque yo voy a estar trabajando y no voy a poder preocuparme de hacer de
anfitrión. No tienes que hacer nada. Ellos cocinan, sirven, lavan y dejan hecho
el aseo, pero prefiero que estés, por si hay que abrir la puerta, contestar el
teléfono y esas cosas.
Esas cosas no pasaban mucho.
Nadie venía ni llamaba por teléfono. Los amigos que podían haber llamado ya no
estaban, pero en fin, no era lo único que había que hacer. De partida había que
mantener entretenidos a los niños y embolinar a la vieja Rosa.
Las cosas marcharon perfecto desde temprano. Los
delegados comenzaron a llegar en parejas o de a uno. Teresa miró por la ventana y vio a un par de
liceanos sentados en la cuneta, con aspecto de cimarreros, que cada cierto
tiempo abrían o cerraban una revista de espectáculos, coincidiendo más o menos
con las llamadas a la puerta. Entraban unos por la puerta del garage, otros por
la entrada principal. En cuestión de una hora ya estaban todos adentro.
La Pantera se comportó a la altura de una avezada
militante, sin hacer ninguno de sus frecuentes numeritos. Al contrario. Recibió
a toda la gente, los hizo pasar al dormitorio grande. Allí, la gigantesca mesa
redonda sobre la cual sus padres habían contado por años la plata de las ventas
del día y donde habían jugado a los naipes los domingos de invierno, serviría
de lugar de trabajo a sus extraños invitados.
Se encargó también de administrar la preparación
del almuerzo, de mandar innumerables cafecitos y de encender velas para disipar
el humo de los incontables cigarrillos. La vieja Rosa insistía en llevarlos
personalmente, pero ella la convencía suavemente...
- Yo llevo eso niña. Pase para
acá, que está pesado...
- No seas mala Rosa, yo subo.
¿No ves que hay un amigo de Gerardo que me gusta?
- Si es por eso... Estaría bien
bueno, pues...
- Anda a levantar a los niños y
los llevas a dar una vuelta ¿Ya?
Pero Rosa estaba demasiado intrigada. ¿Qué hacía
esa gente encerrada ahí, toda la mañana? Mucho más intrigada quedó cuando el
anciano de pelo largo que había llegado a medio día salió del baño
completamente calvo. Teresa sabía que era una de las personas más buscadas del
país, pero su aspecto bonachón le hizo olvidar el susto.
- Con qué gente tan rara se
está juntando Gerardito, alegaba la Rosa cada cierto rato. A mí no me gusta
esta gente. Me da miedo.
Rato después, Teresa encontró las tazas vacías en
la cocina. En un descuido, Rosa había subido a retirarlas. En cuanto pudo ver a
Gerardo a solas Teresa le advirtió:
- Ten cuidado Gerardo. No se te
olvide que la Rosa ve televisión. Cualquier rato reconoce a alguien y le da un
infarto...
- Flaquita, por favor, ve tú
como la haces lesa...
- No te preocupes. Finalmente
la Rosa va a encontrar buena cualquier cosa que tú hagas.
Al anochecer, cuando los pasos del último de los
delegados se alejaron por la calle empedrada, la vieja Rosa, llamó a Teresa.
- Mire Teresita. Yo ya estoy
muy vieja y a mi nadie me hace lesa. Yo sé perfectamente en qué estuvo
Gerardito con esa gente tan rara todo el día.
Teresa quedó muda. Mal que mal la vieja los
conocía tanto. Pero se tranquilizó al pensar en lo mucho que quería a Gerardo.
- Y para que sepa, estoy bien
asustada le diré. No hay derecho a hacer estas cosas tan peligrosas en esta
casa donde está usted y los niños... Por último, yo, ya soy una vieja.
Tiene razón, pensó Teresa. Un escalofrío la
recorrió de sólo pensar en los niños... La vieja Rosa seguía alegando.
- Es el colmo que Gerardito,
con esa gente tan rara, se hayan pasado todo el día haciendo espiritismo en la
mesa de su mamá... y usted prestándose para llevarles velitas y leseras... ¿No
ve que a mí nadie me hace lesa?
Teresa sonrió y rió para sus adentros. ¿Su hermano
de medium? ¡Jamás se le habría ocurrido!
- Nadie te quiere hacer lesa
viejita. Y no te asustes. Gerardo sólo llama a los buenos espíritus. Él es tan
especial... ¿No te has fijado que no camina? ... él flota.
ooOoo
DESDE QUE SE FUE…
Uno busca lleno de esperanzas…
Enrique Santos Discépolo.
… a
Claudio Venegas Lazzaro, compañero de sueños.
En ese tiempo éramos todos cabros chicos.
Soñábamos con un socialismo que no teníamos idea como era, pero que suponíamos
que era mejor que la realidad que se vivía; nunca imaginamos entonces que esa
realidad era infinitamente mejor que lo que vendría después.
El nuestro, era un barrio extraño para una patota
de chiquillos. En realidad era un barrio de viejos, donde raras veces se veían
niños y jóvenes; tal vez por eso, nuestro bullicioso grupete se notaba más y
fue tan importante en nuestras vidas. Casi todos éramos hijos de familias de
izquierda, de tradición militante; nos conocimos precisamente, gracias a las
actividades de los viejos en el CUP, la JAP y todo lo demás.
Los personajes del grupo, cuyas edades fluctuaban
entre los trece y los dieciséis durante la época de Allende, eran curiosos,
extraños, diversos… Casi todo ocurría en la casa de la Doris o en la nuestra.
Ella y su hermano chico, el Julio, eran hijos de un viejo comunista, que era
modisto y sastre. Su casa era grande y vieja, con galerías de vidrios
chiquititos y de colores que daban a un patio en que había una palmera, que más
de alguna vez fue testigo de los primeros besos adolescentes de algunos de
nosotros. La Doris era una niña linda, cariñosa y risueña, que siempre estaba
dispuesta a matricularse en cuanto panorama se nos ocurría inventar… su hermano
chico, el Julio, tocaba en el acordeón unas melodías de tiempos inmemoriales
que hacían sonreír a las dos abuelas que había en la casa, recordando que sé yo
qué picardías de antaño.
Al frente de esa casa había un pasaje; una especie
de cité, con casitas hacia los lados. Ahí vivían Renzo y Mauricio, los hijos de
doña Maigo y un italiano que hacía años había sido su marido. Mauricio era un
romántico, admirador de los Beatles cuando ya no se usaban y que compartía de
lejos nuestras frescas y juveniles ideas revolucionarias. Renzo, se integraba a
los trabajos militantes de la juventud socialista, con una indisciplina
cuidadosamente cultivada. Junto a él aparecía siempre el Claudio Venegas, que
era casi su hermano; era hijo de la tía Nena, una amiga de su mamá con unos
ojos verdes, inmensos, que no tenía nada que ver con la cultura de izquierda.
Las convicciones políticas de Claudio se habían acunado más bien en la familia
de Renzo. Claudio era un gallo flaco, como un espíritu, interminablemente alto,
con una cara huesuda y divertida, que se asomaba detrás de sus lentes de miope,
como haciendo el esfuerzo por distinguir las siluetas desde la altura.
Mi hermana y yo éramos las “niñitas”. Las dos
tocábamos el piano, y pertenecíamos a la familia más estructurada y tradicional
del lote… su estabilidad, era tan sólida como la democracia, pero en ese
entonces no se nos pasaba por la mente ninguna de las dos cosas. Nuestra casa
era grande; estaba en una esquina, en una callecita con balcones y árboles, y
tenía diversos espacios para acoger varias reuniones simultáneas. Allí,
solíamos reunirnos a conversar, cantar, planificar las actividades militantes y
soñar con el socialismo. Por las tardes, nuestras risas y bullas invadían la
calle silenciosa, empedrada de adoquines.
Los sábados y domingos salíamos a pasear,
generalmente al cerro San Cristóbal o al Parque Forestal. Allí, subíamos
inventando caminos y parábamos a cantar en algún claro, entremedio de los
árboles. Nos gustaban los tangos (una curiosidad para nuestra generación), pero
incluso solíamos bailarlos al compás del piano, en las tardes de invierno.
“Caminito” era el himno obligado de esos paseos al cerro. Allí, parado en una
piedra, el flaco Claudio, estiraba su larga humanidad y cantaba a voz en
cuello… Su facha desgarbada hacía brotar las risas y, en medio de ellas, todos
terminábamos acompañándolo en su sentida interpretación.
Éramos felices y la felicidad del mundo estaba en
nuestras manos. “El presente es de lucha;
el futuro es nuestro”, decía la consigna… Nosotros la tomábamos al pie de
la letra y trabajábamos con compromiso y convicción, sin tener la menor idea
que sólo el presente era nuestro y el futuro sería de lucha.
Renzo, Claudio, mi hermana y yo éramos
socialistas; por eso tal vez, constituíamos un grupo más unido. Yo amaba a
Renzo como si fuera mi hermano y mi hermana amaba a Claudio como si no lo
fuera. Cuando comenzaron a pololear, ella tenía trece años y Claudio dieciséis.
Nuestros trabajos eran sencillos, pero nosotros
los asumíamos con la plena convicción de que el futuro de la patria dependía de
ellos. Había que repartir los vales de la JAP, casa por casa, hacer trabajo
voluntarios limpiando las rejillas de los colectores de agua, ayudar a ordenar
las colas, los días en que llegaba mercadería… Íbamos y volvíamos caminando a
la sede del Partido, atravesando completo el Parque Forestal.
Una mañana, llegó Claudio temprano a mi casa.
“Parece que hay problemas, cuñada”, me dijo. “Hay que reunirse temprano para
irnos luego y no llevarse ningún papel; los milicos están controlando todo,
allanando y revisando a las personas”. Eran los primeros días de septiembre del
73; comenzaba a nacer un temor que duraría más que la vida que teníamos hasta
entonces. El golpe se veía venir de un momento a otro. Uno de esos días, fuimos
juntos a la concentración del teatro Caupolicán y escuchamos con atención a
Altamirano. Es lo último que recuerdo de esos días felices.
Varios días después del golpe, comenzamos a
vernos. Ya no éramos los mismos. Supimos, desde el primer día que nuestra vida,
junto con la de todo el país, había cambiado para siempre. Claudio era el más
afectado. Probablemente por que su vida no era fácil, sus sueños y expectativas
eran más profundos; tal vez, porque porfiadamente creyó en lo que nadie en su
familia creía, creyó más firmemente. El flaco entró en un mutismo asombroso; su
cara divertida pasó a ser una mueca. Su silencio presagiaba algo tremendo.
Pasaron los meses y volvimos a atrevernos a salir.
Nuestros paseos eran lo único que quedaba de nuestra rutina de adolescentes.
Las caminatas eran más silenciosas y cansadoras, pero necesitábamos
conservarlas. Mantengo patente una imagen de esos días, allí, en el cerro San
Cristóbal. El mismo Claudio, cantando el mismo tango, eran otro Claudio y otro
tango. Nosotros, en silencio lo mirábamos y algunos tarareaban junto a él… Ya
no habían risas, todo era extraño. En ese momento no supe por qué el “he venido por última vez, he venido a
contarte mi mal” me produjo un escalofrío; el resto de mi vida lo he
sabido: es la última imagen que conservo de Claudio. La semana siguiente, en el
primer aniversario del golpe, fue detenido en la puerta del liceo Lastarria,
repartiendo panfletos contra la dictadura.
Todo lo que vino después fue como una pesadilla.
Recuerdo a mi hermana llorando todas las tardes, mientras tocaba en el piano
una interminable Serenata de Schubert, que era la pieza preferida del flaco.
Lloró, por más de un año; la Serenata de Schubert me quedó grabada en el
cerebro y hasta el día de hoy no soy capaz de escucharla.
Los ojos de la tía Nena se hicieron cada vez más verdes de tanto llorar y más grandes a
causa de la locura que empezó a atraparla. Ella no entendía por qué podía
haberle pasado esto a su hijo, a su único bebé. Ella ni siquiera entendía por
qué Claudio era un militante de izquierda. Tampoco podía entender la forma de
operar de la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos; no era
militante de nada; era sólo una madre desesperada.
A
veces llegaba a nuestra casa y nos contaba de sus trámites, sus interminables
recorridos, sus esperanzas. “Hoy salí temprano – nos decía. Le dejé un plato de
arroz con leche a Claudito encima de la mesa por si llega antes que yo”. Hacía
más de un año que no se sabía nada de Claudio, pero ella siempre dejaba la mesa
puesta. A nosotros nos partía el alma ver como iba enloqueciendo inminentemente
sin que nadie pudiera hacer nada.
Mauricio y Renzo partieron al exilio, junto a doña
Maigo, cuando ella salió en libertad después de haber estado presa en los
peores centros de tortura de la dictadura. Los años siguieron pasando
lentamente y de Claudio, nunca más se supo. Mi hermana creció y el día que se
casó, apareció la tía Nena y lloró: si ella se casa es porque cree que Claudito
está muerto – dijo. Creo que esa es la última cosa cuerda que la escuché decir.
Años
después me casé yo. Le pedí a la tía Nena que me hiciera unas flores para el
pelo, unas que brotaban de sus manos en forma mágica. Mientras me las probaba
en el peinado me decía: he estado tan pobre en estos días que tuve que ocupar
la pasta de dientes de Claudito… Ella tenía una maleta con todas las cosas
necesarias para sacar a Claudio del país en cuanto apareciera. Cada cierto
tiempo reflexionaba: “El niño pasará hambre, estará más flaco…” Entonces iba y
compraba unas camisas de talla más chica y cambiaba las que tenía en la maleta.
Tiempo después, pensaba: “Ha pasado tanto tiempo, Claudito debe estar un
hombre; estas camisas le van a quedar chicas”, y partía a comprar unas más
grandes. Tal vez fue una suerte que fuera enloqueciendo, porque debe ser muy
difícil sobrevivir a ese dolor en medio de una malsana cordura.
En el año 92, la tía Nena terminó de enloquecer y
la internaron para siempre. Sus ojos verdes inmensos quedaron fijos en un punto
de donde espera, de un momento a otro, ver aparecer a Claudio. Yo, cada vez que
puedo subo al cerro, me paro en la roca del flaco y canto, con una voz que me
sale desde el útero, “Caminito que el
tiempo ha borrado, que juntos un día nos viste pasar…”. Entonces, mis
lágrimas corren por el suelo, y el camino vuelve a marcarse y a pesar del
tiempo, el dolor y la locura, la senda que recorrimos juntos no se borra.
ooOoo
NO CREO EN BRUJOS, GARAY...
La frase mas excitante que se puede oír en ciencia,
la que anuncia nuevos descubrimientos,
no es "¡Eureka!" (¡Lo encontré!)
sino 'Es extraño ...'.
Isaac Asimov
A sus 56 años, don Anselmo
había acumulado una serie de motivos para quejarse de la vida si hubiera tenido
ganas, pero su optimismo fundamentalista le hacía ver el mundo desde una óptica
siempre positiva y evaluar a las personas con entera confianza en la buena
voluntad de sus actos.
Durante su vida, había atesorado una serie de
bienes muy preciados entre los cuales destacaban sus cinco hijos, todos
adultos, profesionales y con sus propias familias ya fundadas; una cantidad no
despreciable de amistades sólidas y profundas; y miles de conocimientos, ideas,
sentimientos y pasiones extraídas de la propia experiencia y de varios cientos
de libros leídos con toda calma al compás del concierto nocturno sagradamente
cotidiano.
Contaba también con algunos dolores y fracasos, al
menos los necesarios para hacer que la vida se convirtiera realmente en una
vida. Había formado una hermosa familia que se esforzó por mantener unida
durante treinta años y que se desintegró de un día para otro, sin el menor
esfuerzo. Así, después de más de un cuarto de siglo de matrimonio estrictamente
monogámico y vida familiar ejemplar, envidiada y comentada por muchas de sus
amistades, don Anselmo se encontró soltero y solo cuando cada uno tomó rumbo
para donde estaba vuelto.
Su natural jovialidad lo llevó a buscar la
compañía de los viejos amigos, con quienes compartía por las tardes una botella
de vino bien conversada. Entre ellos, no faltaban las discusiones políticas. Se
habían conocido hace cuarenta años en las juventudes comunistas y los años no
habían pasado en vano por las concepciones ideológicas de la mayoría de ellos.
Las de don Anselmo, en cambio, se mantenían incólumes, sin un brote de
amarillismo que pintara de renovación sus sólidas ideas.
- Lo que pasa es que este
huevón todavía cree en los peces de colores. El marxismo surgió en el siglo XIX
y ya estamos al final del siglo XX.
- No podís ser tan romántico,
Anselmo, la revolución no es para esta época ni menos para este país.
Estos y otros comentarios de sus amigos no
lograban amilanar a don Anselmo. Sí; casi al llegar al siglo XXI, él continuaba
siendo marxista y todo lo que eso implica: positivista y ateo, humanista y
revolucionario.
- Lo que le hace falta a este
huevón es una mina para que se deje de andar pensando todo el día en Pinochet -
dijo un día su amigo Federico, mientras todos los demás asentían con sus
carcajadas.
Don Anselmo también se rió. No estaría mal,
después de todo. Nunca había tenido espíritu de monje. Mal que mal era marxista
y no lama.
******
Las presentaciones surgieron en forma más
eficiente que espontánea. Doña Lucía, vecina de Federico, bien podía ser la
elegida para aplacar las pasiones revolucionarias de don Anselmo y las de otro
tipo que fuera menester.
Ella era una mujer cincuentona, bien formada para
sus años que contaba con una amplia gama de recursos y artilugios capaces de
seducir a algún representante del género masculino, especialmente si éste se
encontraba fuera de training en las artes del amor.
Mientras conversaba con su corte de admiradores,
sus largas pestañas pintadas subían y bajaban con parsimonia y, cada cierto
rato, hacía unos toquecitos en su peinado iluminado por un insólito tono de
rojo que la madre naturaleza no había tenido a bien producir por el momento.
En poco rato, don Anselmo había sido capturado por
los encantos de esta dulcinea que sus amigos le habían puesto premeditadamente
en el camino.
Federico, impulsado por el repentino recuerdo de
un quehacer urgentísimo se despidió y los dejó solos. Un par de vainas y unos
dulcecitos hechos en casa por las propias manos de doña Lucy, animaron la
conversación que derivó por los más diversos temas.
- ¿Usted cree en el destino? -
preguntó la mujer.
- No mucho... - respondió don
Anselmo - pero si hay que creer, creemos
- agregó tratando de no contrariarla.
Su galantería innata y una rápida mirada
dialéctica al asunto le sugirieron que no era el momento de entrar en
cuestiones de principios.
- Yo sabía que usted vendría
hoy a mi casa, dijo ella coquetona.
- ¿Ah sí?
- Si, por eso estaba preparada
- comentó sugerente.
El se rió. Este Federico es un bandido, - pensó -
tenía todo arreglado.
- ¿Federico le había hablado de
mí?
- No, en absoluto. El siempre
viene sin aviso.
- ¿Y cómo sabía usted que yo
vendría?
- Me lo dijo una amistad que
tengo en el otro mundo...
- ¿En el exilio? - preguntó
extrañado.
Hasta donde él sabía, aún no se habían descubierto
habitantes en otros planetas y el viejo mundo europeo era el único "otro
mundo" que podía concebir.
- ¡Ja, ja! ¡Qué divertido es
usted! Me refiero a mucho más allá...
- ¿Al más allá dice usted?
- ¡Claro!
- ¿Usted conversa con
espíritus?
- ¡Casi todos los días!
Don Anselmo quedó patitieso. Esto si que no estaba
en sus libros. - Lo único que me faltaba - pensó. Pero su coquetería fue superior...
- ¡Qué interesante! ¿Y yo
podría conversar con alguna amistad del más allá?
- Pero por supuesto, no faltaba
más. ¿Tiene amigos en el otro mundo?
- A estas alturas pues doña
Lucy, tengo más en el otro que en éste. ¿Y cuándo podría ser esa experiencia
tan interesante?
- Ahora mismo pues... ¿Y con
quién le gustaría entrar en contacto?
- Con Salvador Allende -
respondió sin titubear.
******
La
güija se encontraba estática sobre el tablero. Un abecedario completo y las
palabras SI y NO lucían expectantes frente a ella.
Don Anselmo miraba con una sonrisa escéptica.
- Usted tiene que tener una
actitud respetuosa si quiere que esto resulte. Esto no es un juego - sentenció
doña Lucía.
- No, por supuesto... ¿Qué
tengo que hacer?
- Nada. Usted se queda ahí
tranquilito no más.
Doña Lucía cerró los ojos y adoptó actitud de
medium. Un par de minutos pasaron lentos y tensos. La voz de la mujer, calmada
y profunda interrumpió el silencio.
- Quisiéramos entrar en
contacto con el espíritu de Salvador Allende.
- ...
- Si no hay impedimentos
quisiéramos comunicarnos con don Salvador Allende.
La güija tembló de manera casi imperceptible. Don
Anselmo sintió que se le aceleraba el corazón y se le estiraba el cuero
cabelludo.
- ¿Se encuentra presente el
espíritu de Salvador Allende?
La güija comenzó a girar lentamente apuntando a la
palabra SÍ. Don Anselmo, incrédulo, echó una mirada debajo de la mesa.
- Doctor Allende... Aquí se
encuentra un caballero que es un gran admirador suyo. ¿Usted estaría dispuesto
a conversar con él?
La güija dio un giro completo y volvió a apuntar
al SÍ. Los ojos de don Anselmo amenazaban con salirse de sus órbitas.
Disimuladamente volvió a mirar debajo de la mesa.
- Ya pues, dígale algo -
susurró la medium.
- Compañero Allende... ¿Está
usted ahí?
Don Anselmo
sonreía nervioso. No podía creer lo que se estaba escuchando a sí mismo.
No podía ser cierto que estuviera allí conversando con un espíritu. ¿O estaba
hablando solo como un imbécil mientras esa mujer se reía a costa de su
ingenuidad? Pero no. La mujer estaba demasiado concentrada; sus manos estaban
sobre la mesa y nada podía estar moviendo esa cosa sobre el tablero. No era
lógico, ni científicamente probable, ni podía ser cierto, pero estaba allí y esto
estaba ocurriendo.
La aguja tembló y apuntó: "SI".
- Pregunte no más...
Don Anselmo pensó un momento y desde lo más
profundo de su corazón, lanzó en forma segura y escueta la pregunta que lo
atormentaba hace años.
- Compañero Allende: ¿Cuál es
el camino correcto en las actuales circunstancias políticas?
La güija tembló como si el espíritu no pudiera
creer lo que le estaban preguntando. La aguja osciló vibrante (tal vez en una
espirituosa carcajada) y en forma casi condescendiente, comenzó a desplazarse
por el abecedario.
- S...O...C...I...A...L...
¡Socialismo! - pensó don Anselmo - ¿Pero cómo
lograrlo compañero? La pregunta alcanzó a cruzar como una flecha por su mente,
pero la güija continuó...
-
D...E...M...O...C...R...A…C...I...A
- ¿Socialdemocracia? ¡Es el
colmo!
Don Anselmo pegó una palmada sobre la mesa y se
puso de pié furioso. El tablero brincó violentamente con güija y todo.
- ¡Es el colmo compañero! Yo
pensé que usted había madurado con toda esta historia...
La medium se puso pálida y con voz alterada y
rotunda increpó a don Anselmo:
- ¡No pues don Anselmo! ¡Usted
no puede faltarle el respeto a un espíritu! Ni menos si es de esta categoría...
Muchas gracias doctor Allende... Le ruego disculpar a este amigo... regrese
tranquilo... no lo molestaremos más.
Un silencio pesado inundó la habitación.
******
- Te prometo, Federico, quedé
tan desconcertado...
- ¡Ja, ja, ja, ja! Lo único que
nos faltaba.
- Si te estoy hablando en
serio, viejo. Yo me preocupé de mirar que no hubiera nada debajo de la mesa. No
había como mover esa payasada.
- ¡Buena cosa, Anselmo! ¿Viste
que la vía revolucionaria no se usa ni en el otro mundo? ¡Ja, ja, ja, ja!
- No te rías imbécil. Te estoy
hablando en serio.
- ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Por qué no aplicas
tu análisis materialista de la realidad? No me vas a decir que ahora crees en
los espíritus.
- Claro que no creo pues
hombre, pero piensa que raro... yo no creo que esa señora ni siquiera sepa lo
que es la socialdemocracia... La respuesta es muy de Allende, por lo demás. ¡No
puede estar tan equivocado!
- ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Qué
cosa más buena!
- ¿De qué te ríes tarado?
- De ti, pues hombre... ¡Ja,
ja! Te presento una mina, te dejo solo y tú te pones a pelear con un espíritu
que no existe. ¡Estás cada día más huevón pues hombre! Los espíritus no existen
viejo... no existen.
- Así será... pero de haberlos
los hay, Federico...los hay.
ooOoo
LA NOCHE
Bésame, bésame mucho,
como si fuera esta noche la última
vez...
Consuelo Velázquez
Al padre de mi hijo mayor,
con afecto y agradecimiento por
el hermoso regalo de vida que ha sido nuestro hijo.
Las noches durante la
dictadura eran extrañas y contradictorias. En ellas se confundían el descanso,
el cansancio, el alivio el pánico, el sueño reparador y el permanente estado de
alerta.
Al
cerrarse las puertas de la casa para enfrentar definitivamente a la noche, era
posible disfrutar la sensación de alivio de haberle ganado un día más al
sistema represivo. Cada noche era un triunfo en la gran ruleta rusa; era casi
un juego, un poquito macabro, pero a esa hora tenía su gracia.
El
cansancio era extremo, ya que al desgaste producido por los quehaceres normales
de gente común, se agregaban las tensiones extenuantes de la militancia. Nada
agota más que el miedo.
La
noche era un alivio. A esa hora era posible intentar relajar la musculatura y
disminuir los dolores del cuerpo; los del alma deberían esperar aún un tiempo.
Pero
también la noche era un peligro. Durante las horas del toque de queda ocurrían
los peores allanamientos, las detenciones sin testigos y los extraños
enfrentamientos en los cuales, generalmente los "agresores" armados
hasta los dientes terminaban masacrados por los agentes de seguridad, sin haber
logrado ni siquiera rasguñar a uno de ellos. Eran las curiosidades de la
dictadura.
La
noche era miedo sobre miedo. Al miedo permanente, que ya no se sentía porque
estaba incorporado al metabolismo, se agregaba el pánico y la incertidumbre de
la soledad nocturna. Cualquier cosa era posible en esas horas en que se perdía
todo contacto con el resto de la humanidad.
Por
eso esa noche cerraron la puerta y respiraron profundo.
Elisa
había terminado de escribir a máquina y un montón de papeles se encontraban
sobre la mesa. Manuel terminaba de envolver los montoncitos de panfletos que
debía distribuir al día siguiente. Estaban agotados.
Elisa
se paró, puso las manos en las caderas y estiró la espalda. Manuel se rió y se
acercó a acariciarla.
- Estas cada día más guatona amor.
¡Me gusta como te ves!
- Estoy empezando a sentirme
cansada...
Era
una forma curiosa de decirlo. En sus veintitrés años de vida cabían como cuarenta
años de cansancio. Pero esa es la edad en que se puede dar el lujo de cansarse
casi hasta morir.
- Deberías parar un poco.
- Cuando nazca la guagua Manuel.
Cuando llegue la guagüita me gustaría que paráramos los dos un tiempo.
- Ojalá se pudiera. Ahí veremos.
- Ayúdame a guardar esto para que
vayamos a acostarnos.
- Deja así no más. Mañana antes de
salir ordenamos.
Necesitaba
que alguien le diera permiso para ir a acostarse. Sabía que no guardar era un
descuido, pero no daba más. Además el barretín estaba lleno y todo desordenado.
El fin de semana, sin falta, habría que hacer una limpieza.
Ya
en la cama, se abrazaron y cerraron los ojos. Manuel le acarició la panza. Allí
estaba el niño o la niña. ¿Cómo sería? Ella lo soñaba moreno, de ojos grandes.
Pero eso sería un milagro... No tenía por donde tener la piel oscura.
Manuel
se durmió profundamente. A ella le costó conciliar el sueño. Tal vez habría
sido mejor ordenar. La sensación de trabajo inconcluso la tenía intranquila.
Pero el sueño y el cansancio la vencieron.
******
- Despierta... están golpeando.
Ella
se incorporó de un salto.
- ¿Qué hora es?
- Casi las dos y media.
- Hasta aquí no más llegamos amor.
- Cálmate. A lo mejor no es nada.
- ¡Nada! ¿A las dos y media de la
mañana? Guarda mientras pregunto quién es...
Unos
golpes en la puerta interrumpieron el diálogo. Elisa se asomó al pequeño patio.
El muro y la puerta de madera no dejaban ver hacia afuera.
- ¿Quién es? - preguntó, haciendo
un absurdo esfuerzo por que su voz pareciera natural.
- Investigaciones...
- Un momentito por favor. Voy a
buscar las llaves.
Entró
agitada y encontró a Manuel terminando de meter papeles en la bolsa del pan, en
el cajón del servicio, en cualquier parte.
- Apúrate Manuel. Ponte algo encima.
Que no te lleven sin ropa.
- Vístete tú también.
- Si me ven embarazada me dejarán
llevar algo. Apúrate.
- Cuídate por favor. Cuida a la
guagua...
- Tú también... te amo...
Manuel
la abrazó y la besó rápido. Nuevamente los golpes sonaron en la puerta. Esta
vez más fuertes.
Hizo
sonar las llaves en su mano. Metió ruido con la puerta y sacó la panza para que
se notara más. Dos hombres enormes estaban parados en el umbral. Uno de ellos
mostró una placa y la luz de la entrada hizo brillar las letras doradas:
"Policía de Investigaciones de Chile".
- Buenas noches.
- Buenas noches señora. Disculpe
la molestia.
- ¿...?
- Queríamos pedirle permiso para
revisar su patio.
- ¿El patio?
- Si. Es que sorprendimos a un
tipo, un par de cuadras más allá, tratando de abrir un auto y se nos arrancó
para acá. Lo detuvimos pero tiró algo para su patio. ¿Podemos revisar?
Una
enorme sonrisa se le hizo incontenible. Trató desesperadamente de disfrazar su
alivio de amabilidad.
- Por supuesto. Pase.
- ¿Qué pasa? Preguntó Manuel,
completamente vestido y con un chaleco grueso en la mano.
- Los caballeros necesitan revisar
el patio...
- Ah...
La
cara de Manuel era un sólo gesto de profunda incredulidad.
- Entra. Abrígate.
Los detectives revisaban
entre las plantas con el potente foco de una linterna. A la luz de ventana,
Elisa vio el rostro simpático de uno de ellos. Era gordo y sonrosado y hacía su
trabajo con cara de cabro chico a punto de ganar un juego.
- ¡Aquí está! Es un diablito. ¿No
ve? ¡Ahora está frito el gallo!
- ¡Lo tenemos! - dijo el otro, con
cara de triunfo.
- Disculpe la molestia señor.
Ah... y cuide a la señora que está gordita. No debería dejarla salir a
ventearse - agregó en tono de reproche.
Elisa
y Manuel quedaron abrazados en el pequeño patio. Manuel le puso la mano en la
panza y comenzaron a reírse, a reírse, a reírse, hasta que las lágrimas
asomaron a sus ojos.
ooOoo
OJOS AZULES, NO LLORES....
Con respeto y afecto
a Camilo Escalona Medina,
inspirador de ésta y otras ideas
Fue una tarea de
todos.
Los que se fueron
sin besar a su mamá
para que no
supiera que se iban...
...Los que
estuvieron años en la montaña. Años
en la
clandestinidad, en ciudades más peligrosas que la montaña...
Cardenal,
Barricada.
Probablemente
fue un hermoso niño rubio de ojos azules y juguetones, de los pocos que se dan
entre los niños proletarios, pero ya a temprana edad su mirada era algo dura.
No en vano había vivido la persecución, la prisión, la tortura y el exilio a la
edad en que otros adolescentes tenían como única preocupación inmediata
conseguir una acompañante para la fiesta del sábado. Los dolores, los miedos y la
necesidad de tomar difíciles decisiones, fueron convirtiendo en gélido el azul
de esa mirada cortante y breve, que podía provocar más de algún escalofrío en
los militantes que trabajaban bajo su mando.
Su
compromiso partidario, tan antiguo como su conciencia, había dibujado por
completo las sendas que pisaba y ocupado un espacio prioritario en toda
decisión, por personal que esta fuese. La construcción de familia, la vida
profesional, el descanso y los placeres frívolos y cotidianos que la vida
depara al común de los mortales, habían sido postergados, como por muchos otros
jóvenes militantes, para cuando la patria viviera mejores tiempos.
Así,
un buen día, sin siquiera poner en tela de juicio la cuestión del futuro
personal, sobrevoló el Atlántico de regreso, dejando atrás la Europa del
exilio, aquella que jamás había soñado conocer cuando era un niño de overol en
una escuela de la Gran Avenida de Santiago.
El
anuncio de aterrizaje a través del parlante, le hizo tomar conciencia
violentamente de los muchos cambios que habían ocurrido en su ausencia. Que el
viejo aeropuerto hubiera cambiado su nombre indígena de Pudahuel, por uno
castrense, - Comodoro Arturo Merino
Benítez -, parecía una caricatura siniestra que le recordaba por el alta voz
que el lugar al que arribaba no era el mismo país en que había nacido.
Un
ataque de pánico comenzó a paralizarlo. Sintió como se erizaba cada uno de los
pelos de su cuerpo y una transpiración helada lo cubrió en un segundo. Deseó
intensamente no estar ahí, estar en otra parte, en cualquier otra parte. Su
mano húmeda tomó contacto con el pasaporte que latía en su bolsillo con vida
propia y recobró el contacto con la realidad. Necesitaba respirar profundo,
tranquilizarse, entregar sus documentos falsos con mano firme y segura en la
ventanilla de Policía Internacional.
No
pudo evitar una sensación de sorpresa e incredulidad cuando salió del
aeropuerto habiendo finiquitado el trámite de su ingreso ilegal al país. Había
pensado y planificado como reaccionaría frente a cualquiera de los posibles
problemas que pudieran surgir; qué cara
pondría, que contestaría, que gritaría... Había imaginado reacciones para todas
las eventualidades, menos para ésta: estaba en Chile, sin ningún problema,
dispuesto a dirigirse al centro de la ciudad, libre y tranquilamente.
“Libre
y tranquilamente" no pasaba de ser una
forma de describir el momento, lo que era bastante, si se considera que
el momento podía ser el resto de la vida para un clandestino.
Y
bien, ahí estaba él, con un nombre nuevo y una nueva profesión debidamente
documentados y la necesidad de inventar una vida para rellenarlos. Una vida de
mentira, se entiende, por que la de verdad tenía que tratar de olvidarla con
suma urgencia.
Debía
olvidar, por ejemplo, que allí, a unas cuantas cuadras que podía recorrer en
una micro, estaba su familia, sus padres, sus hermanos. Nadie debía saber que
él estaba aquí, ellos menos aún; no podía involucrarlos. Su familia seguía
siendo lo más sagrado que tenía y no resistía la posibilidad de que pudieran
atormentarlos por su culpa. Por lo demás, mientras su madre siguiera creyendo
que él estaba seguro en Berlín, estaría tranquila y eso le quitaba gran parte
de la culpa que no podía evitar sentir. Tanto tiempo y tanta distancia los
había separado, que apenas podía vencer la tentación de tomar la Renca-Nuñoa y
dejarse caer en su casa a tomar once, abrazar a sus viejos y contarse la vida
transcurrida.
Pero
no lo hizo. Fue creando el personaje que le correspondía actuar con tanta disciplina
y rigurosidad, que llegó a confundir su vida con la suya. Al principio le
causaba enorme angustia toparse con alguien conocido y comprobar que no le
reconocía; más de alguna vez se quedó con el saludo atrapado en la garganta y
tuvo que contentarse con un formal "mucho gusto" que le dejaba una
sensación de vacío enorme, una especie de agujerito en el alma que lentamente
fue cicatrizando en una dura costra.
En
realidad había cambiado mucho; eso se tomó en cuenta para su ingreso ilegal. No
había necesitado teñirse el pelo ni hacer nada especial, excepto dejarse la
barba, que cuando se fue apenas asomaba. En ese tiempo era un muchacho flaco,
un dirigente estudiantil considerado un "buen mozo" por muchas
liceanas... Ahora era un hombre, con algunas canas precoces y una que otra
línea insolente marcada en la cara... pero lo que él no sabía, era que lo que
más había cambiado era su mirada.
Con
el tiempo fue olvidando su verdadero nombre, y lograba sonreír al reencontrar a
sus antiguos compañeros y amigos que llegaban a establecer una nueva relación
con el desconocido personaje que ahora encarnaba. Las escasas amistades,
establecidas al interior de la estructura partidaria constituían su único
patrimonio; la clandestinidad y la historia completa de su vida, lo habían
hecho perder todo apego a los bienes materiales.
En
ciertas oportunidades, la melancolía lo invadía hasta la médula y entraba en
una especie de sopor casi morboso, que lo llevaba a tomar la micro Renca Nuñoa
que atravesaba su antiguo barrio, donde vivía su familia. Allí sobrevivían las
imágenes de su infancia. Los jóvenes conversando despreocupadamente en las
esquinas, los chicos chuteando en la plaza, la señora con rulos en el pelo,
gritando, exactamente igual que hace unos años, que no les pensaba devolver la
pelota. Los barrios no cambiaban mucho... Eran otros jóvenes; lograba reconocer
a algunos que eran cabros chicos cuando él se fue.
A
veces, en un rapto de imprudencia temeraria, se bajaba a comprar cigarros en la
botillería de don Pepe. El viejo estaba más flaco y con el pelo totalmente
blanco, pero era el mismo viejo que había estado ahí desde siempre cuando su
mamá lo mandaba a comprar bebidas para las visitas en una bolsa de malla. Pero
don Pepe lo miraba sin inmutarse sentado en la caja y le decía
"¿Caballero...?" con cara de un "qué se le ofrece" que
expresaba la certeza de que nada espectacular se le podía ofrecer... Tal vez si
hubiera sospechado que ahí estaba él, el hijo del panadero, el cabro que se
tuvo que ir cuando todavía era un mocoso, su mueca de aburrimiento cotidiano se
habría transformado.
Después
de estas incursiones nostálgicas volvía más sereno... pero también más triste.
De eso él no se daba cuenta... Se trataba de una tristeza residual que no tenía
efecto notorio e inmediato, sino permanente y sostenido, que lo iba haciendo
inevitablemente cada vez más viejo.
Pero
la vida, verdadera o de mentira, - ya no lo sabía - seguía su curso.
Diariamente cumplía su rutina, saliendo con su aspecto de profesional rumbo al
trabajo y realizando innumerables actividades partidarias. Cumplía contactos
con las diversas estructuras del Partido reuniéndose en boliches y casas
desconocidas. Realizaba encuentros callejeros con diversos personajes que
muchas veces a penas sobrepasaban la veintena; a cualquier otro le hubiera
parecido una imprudencia confiar la vida a semejantes chiquillos, pero tal vez
los avatares de su propia vida le hacían tener un alto concepto de la juventud
y una enorme confianza en sus compromisos. A pesar de esto, las condiciones del
trabajo operativo lo obligaban a establecer con ellos una relación discreta y
cordial, más bien distante.
Intentaba
mantener planificadamente su tiempo lleno de quehaceres, porque eso era
justamente lo más difícil: llenar esos horribles vacíos en la jornada
cotidiana. Entonces corría el riesgo de ser atrapado por la nostalgia del otro
tipo que se había quedado en Berlín, o del muchacho que, aún antes, se había
quedado en el viejo barrio de la zona sur de Santiago.
Lo
que no había podido superar, desde su llegada a Santiago, eran los dolores
musculares. Él se los achacaba al cansancio, pero no se daba cuenta de que lo
más agotador era el miedo. No era un miedo elocuente, a algo específicamente
terrible. Era un miedo que se llevaba permanentemente en los huesos, como algo
natural, que formaba parte de lo cotidiano. Era un miedo que no se sentía, por
la costumbre de llevarlo puesto, pero que seguramente se habría visto nítido si
hubiera tenido la oportunidad de tomarse una radiografía.
Cada
cierto tiempo recibía las cartas que su familia le enviaba a Berlín. Entonces
él las contestaba, contándoles algo de su vida de verdad, que ahora era de
mentira... En realidad, sabía permanentemente de ellos a través de su hermano con
quien compartía las peripecias de la vida militante. Él se había hecho cargo de
transportar alguna correspondencia y de llevarle noticias, aún cuando muchas
cartas se enviaban realmente por correo hacia Alemania, y le llegaban más tarde
a través de los canales del Partido. Antes de venirse, había dejado un
voluminoso cargamento de postales fotográficas con saludos inocuos para su
familia, que eran despachadas cerca de una vez al mes por los compañeros del
exilio. Le daba pena engañar a los viejos con tanto cuento, pero se consolaba
pensando en que estarían tanto más tranquilos que si supieran la verdad.
A
medida que se fue haciendo hombre, le bajó una nostalgia tremenda de su padre.
Sus vidas habían sido demasiado diferentes, pero cada vez estaba más seguro de
que su vida estaba marcada por la huella del viejo obrero panificador de quien
había heredado la conciencia de clase y el compromiso político. Hubiera tenido
ganas de sentarse a conversar y compartir una cerveza con su viejo. Le habría
gustado darle las gracias por muchas cosas... y tal vez reprocharle algunas
otras. Nunca fue fácil conversar con su padre; después de todo cuando se
separaron él cruzaba la edad en que uno está lleno de certezas, en que cree
saberlo todo y no tener nada que aprender de los viejos. Por eso lo necesitaba
ahora más que nunca; ahora que nada era seguro, ni cierto, ni probable; ahora
que la vida se le mostraba en la plenitud de su inmensa incertidumbre; ahora
que le daba una poco de risa la actitud de maestro experimentado que forjó en
la adolescencia; ahora que llevaba consigo el dolor de sucesivas separaciones,
abandonos y pérdidas, entre las cuales su familia era, a estas alturas, una de
las más lamentables.
Una
vez más los acontecimientos históricos vinieron a impactar su vida personal,
esta vez, al menos para facilitarla. Las
protestas populares se habían generalizado y la luz de las barricadas
encendidas parecía un presagio de que la pesadilla llegaba a su último
capítulo. Los aparatos represivos se vieron absolutamente sobrepasados por las
circunstancias. Si antes debían seguir a veinte o treinta sospechosos, ahora
debían seguir a cien, docientos o quinientos, lo que contribuyó a relajar en
algo su situación. A estas alturas, se había transformado en un cuadro muy importante
para su partido y su nombre, el falso, se repetía con eco en las diversas
estructuras orgánicas. Pronto llegaría un tiempo en que el otro, el verdadero,
figuraría con letras de imprenta en las páginas de los diarios.
Fue
por entonces que supo la noticia. Durante una reunión de la estructura superior
del Partido, recibió el aviso de la muerte de su padre. No tuvo tiempo para
desatar su dolor, ante el problema inmediato que significaba darse por enterado
desde Berlín, antes de que su familia tratara de ubicarlo.
En
esas condiciones fue necesario producir un encuentro con su hermana. Era
imprescindible tranquilizar al resto de la familia, y para esto debía revelarle
la verdad al menos a ella.
Se
fundieron en un abrazo intenso en el que se confundían las lágrimas de la más
infinita tristeza y las de la inevitable alegría de verse después de catorce
años, pese al dolor de las circunstancias.
La
emoción les permitió cruzar sólo pocas palabras. No fue necesario dar
explicaciones. Ella comprendió perfectamente todo y, más aún, le informó que la
casa y el lugar del velatorio se encontraban vigilados, por lo que era
imposible pretender acercarse. Simplemente ella explicaría que había logrado
comunicarse con él en Alemania y que ya estaba informado de la noticia.
La
brisa primaveral corría fresca entre los árboles del parque forestal. Era la
hora del entierro de su padre. Nunca una distancia más grande lo había separado
de donde quería estar. Entonces se sentó en un escaño, y en la máxima expresión
de su miseria y su grandeza, lloró. Como un hombre anónimo y común, sin
particularidad alguna, lloró por la muerte de su padre. Lloró por los secretos
que no pudo compartirle, por el muro de tiempo que surgió entre ellos cuando
más cerca quiso tenerlo, por las mutuas deudas de ternura... No supo en que
momento su llanto fundió todos los duelos. Lloró por la adolescencia que abortó
un septiembre mientras la primavera indolente insistía en celebrar con flores
quien sabe qué alegrías... igual que ahora; lloró por los que ya no estaban,
por las separaciones; y lloró también por la vida personal que no había logrado
armar a la manera soñada por el hombre corriente y ordinario que vivía en un
rincón oculto de su corazón.
Cuando
levantó la vista, la luz del sol hizo brillar el azul de sus ojos de un modo
distinto. Se sintió más liviano, más grande, más simple... Se echó a andar con
el diario bajo el brazo sintiéndose por primera vez en muchos años, más humano.
ooOoo
DE LOS DESAMPARADOS SERA EL REINO
A la memoria del padre Manuel Montecinos
Bienaventurados
los que son perseguidos por
causa del bien,
porque de ellos será el
reino de los cielos.
Lc 6,10
La misa estaba a punto de
terminar. Como todos los domingos la iglesia estaba llena y la voz del cura se
oía hacia afuera por los altoparlantes instalados en el campanario. Todo el
mundo podía escuchar la homilía dominical; los que querían y necesitaban
escucharla para consolar y esperanzar el alma y los que no querían ver ni oír
lo que pasaba.
Marcos
se coló entre la gente que estaba de pie cerca de la puerta y alcanzó a
escuchar los últimos coros repetidos por los feligreses.
- Roguemos por los más pobres y desamparados,
por los que sufren dolor y enfermedad...
- Escúchanos Señor te rogamos...
- Roguemos por los que son perseguidos y se
encuentran en las cárceles...
- Escúchanos Señor te rogamos...
- Por la paz y la justicia que tanta falta
hacen en nuestro país...
- Escúchanos Señor te rogamos...
Cualquier
día se van a dejar caer los milicos y se van a llevar al cura con gente y todo
- pensaba Marcos mientras trataba de abrirse paso por el pasillo lateral con la
intención de interceptar al sacerdote justo cuando terminara la misa.
- Que la paz del Señor esté con ustedes...
- Y con tu espíritu...
Marcos
se apuró y entró a la salita lateral a la sacristía, donde el sacerdote se
cambiaba de ropa después de la misa. Allí se distrajo observando el inmenso
mural que representaba el taller de carpintería de San José y a Jesús aún niño
observando a su padre mientras trabajaba. La entrada del cura lo sacó de su
ensimismamiento.
- Hola chico ¿Estabas en misa?
- Para qué le voy a mentir padre... llegué al
final.
- Cuando te conviene no más te acercas a la
Iglesia...
- Pero no se trata de mi conveniencia
personal padre...
- Ya sé, ya sé... si no te mandaba a la
cresta al tiro no más.
- ¡Qué lenguaje para un pastor de almas
padre!
- Ya déjate de joder y dime a qué viniste.
- Quería molestarlo padre... Necesito hacer
una reunión.
- ¿Reunión de qué?
- ...de un Centro Cultural...
- ¡No me vengas con chivas pues chico, que
ahí si que me da la rabia!
- ¡Pero qué quiere que le diga pues padre!
- Que me digas la verdad chico, la verdad.
¡Si los curas no somos huevones! Sabemos perfectamente para que prestamos las
instalaciones de las parroquias.
- Es por su seguridad pues padre. Mientras
menos sepa, menos riesgo... Más vale que pase por huevón que por extremista...
disculpe que se lo diga así...
- Eso es problema mío chico. Para el caso
igual me consideran extremista. Yo necesito saber quién viene y a qué viene.
- Es una reunión del partido padre, para el
próximo sábado.
- ¡Sonamos, chico! Tengo prestadas las salas
para el próximo fin de semana... a otro "Centro Cultural" ¿Entiendes?
- Comprendo...
- ¿Ves por qué es importante que no traten de
hacer lesos a los curas? ¿O pretenden encontrarse aquí haciendo la
"cultura" todos revueltos?
- Sería peligrosísimo, por supuesto.
- Anda a hablar con las monjas de allá de Conchalí
de mi parte. Tal vez ellas te puedan solucionar el problema.
- Si les puede pegar una llamadita le
agradecería...
- Si ya te ubican, pues chico. Diles que yo
no les pude ayudar.
- Muchas gracias padre. Hasta luego... ¡Ah!
¿Necesita alguna ayuda?
- Dedícate a lo tuyo no más chico. Cuando yo
los necesite los llamaré. Que te vaya bien ... ah, y diles la verdad a las
monjas.
******
Marcos
siempre había pensado que el cura era un personaje inventado por algún
escritor. No podía existir un cura así en la realidad.
Lo
conocía desde chico. De hecho lo había bautizado a él y a sus hermanas, los
había casado y le había dado la extrema unción a sus abuelas, además de hacer
todas las misas de difuntos de su familia. Pero, en realidad, Marcos tuvo desde
niño una relación mucho más cotidiana con el sacerdote. Había sido compañero de
curso de su padre en la escuela preparatoria y los había unido una intensa y
curiosa amistad. Su padre, ateo y marxista y el cura franciscano habían
practicado por siempre una educativa tolerancia, con un nivel de diálogo
profundo y una actitud admirablemente solidaria.
El
padre Gabriel había sido franciscano muchos años y cuando su madre enfermó
gravemente pidió una dispensa para cuidarla hasta su muerte. Paralelamente fue
capturado por el signo de los tiempos y su opción por los pobres lo llevó a
tomar otros compromisos con el mundo.
Fue
capellán de la cárcel, hasta que la Iglesia decidió que era un cargo poco
conveniente para semejante cura que insistía en andar gritando verdades a los
cuatro vientos.
En
tiempos del gobierno popular de Salvador Allende fue elegido presidente de su
junta de vecinos, ganándose el cariño y el respeto de la mayoría y el odio de
los suficientes para que llegado el día del golpe los milicos entraran a su
casa como a un campo de batalla, rompiendo y quemando todo lo que encontraron,
que a decir verdad era bastante poco, y llevándose al cura al regimiento más
cercano.
Nada
de esto fue suficiente para hacerlo callar. La Iglesia trató de acomodarlo en
algún sitio en que no causara estragos y fue nombrado capellán del cementerio.
¡Hasta ahí no más iba a llegar limitado a decir misas de difuntos! Pero el cura
porfiado y cascarrabias se las arregló para hacer surgir en las oficinas
aledañas al cementerio un servicio médico gratuito y un centro cultural donde
bullían los jóvenes, las guitarras y las risas. Para Marcos, el cura era la
personificación del milagro; donde él llegaba brotaba la vida, incluso en un
lugar tan poco propicio.
Las
reuniones proliferaron en las oficinas del cementerio. Centros culturales,
juveniles y deportivos se daban cita todas las tardes hasta que un día se dejó
caer el aparato represivo y resultaron ser células comunistas, socialistas y
demases. Entonces el cura determinó que la política de hacerse el leso era más
peligrosa que saber.
"Diles
la verdad a las monjas" - resonó en la cabeza de Marcos mientras golpeaba
la puerta lateral de la capilla.
******
La
hermana Angélica era una monja española, aparentemente escapada de una película
de Disney.
- Buenos días - saludó, mirando por encima de
sus pequeños anteojitos mientras se secaba las manos en una especie de delantal
del mismo color del hábito.
- Buenos días hermana, venimos de parte del
padre Gabriel.
- Entonces debéis ser buenos chicos - dijo
riéndose - Ah, pero si a ti ya te conozco pilluelo...Bien, pasen, pasen...
cuéntenme... ¿Cómo está el padre?
- Está muy bien hermana, lleno de trabajo,
como siempre.
- Debería descansar y cuidarse más. ¿No es
cierto? ¡Con la falta que hacen sacerdotes como él!... Bien díganme... ¿En qué
los puedo ayudar?
- Queremos pedirle un favor inmenso...
necesitamos un lugar para hacer una reunión el próximo sábado.
- ¿El sábado eh? ¿Y es mucha gente?
- Somos pocos, pero es larga...
- Ah... sois pocos ¿Como cuántos?
- Somos seis.
- Bien, bien... puede ser aquí mismo. No hay
problema chicos.
- ¿No hay problema? Sería desde las nueve...
No vamos a llegar todos juntos.
- Ya lo sé, ya lo sé... vosotros sabéis mejor
que nadie esas cosas.
- Muchas gracias hermana. Hasta el sábado.
- Hasta el sábado chicos.
- ...Ah, hermana. No queremos engañarla. Se
trata de una reunión de partido.
- Me imagino, me imagino - dijo riéndose -
Vosotros no engañáis a nadie. Sois amigos del padre Gabriel y punto final.
Haced vuestros asuntos tranquilos y cuidaos mucho...
******
Curas
y monjas habían entrado de esta forma en el círculo de amistades de Marcos. Así
conoció al padre Jacobo, un español vasco, cuya parroquia se levantaba en medio
de un barrio pobre de la zona norte de Santiago. Su nostalgia de España y sus
ganas de conversar eran tan infinitas que uno podía pasarse tardes enteras
escuchando sus cuentos y sus alegatos contra Franco.
Pero
de todos esos personajes con hábitos y sotanas el padre Gabriel era sin duda el
más insólito.
Era
un hombre pequeño, de pelo y barba blancos que siempre estaba ocupado haciendo
algo. Desde niño, Marcos lo miraba extasiado como a un ser emergido de la
fantasía. A pesar de hacerse declarado no creyente a muy temprana edad, el cura
lo hacía entrar en dudas, ya que en torno a él ocurrían verdaderamente
milagros. Se frotaba los ojos cuando veía al cura sentado con sus dos perros
enormes echados a sus pies y cuatro o cinco gatos trepando por sus pantalones y
su espalda, tratando de pelotear con sus manitos las migas que el cura le
lanzaba a las docenas de palomas que llegaban a su patio, las que ni siquiera
se espantaban con los gritos de dos loros que volaban libres de rama en rama
entre los árboles de la parroquia. Esa escena fue la idea de milagro que Marcos
siempre tuvo en su mente.
Cuando
conoció su dormitorio, tuvo otra vez la misma sensación. Era una habitación
casi vacía, con una cama de una plaza, una especie de velador con una lámpara y
un closet sin puertas que dejaba ver dos o tres mudas de ropa. ¿Es decir que el
voto de pobreza realmente existe? - se preguntó Marcos lleno de sorpresa ante
el nuevo milagro.
******
El
padre Gabriel siempre había colaborado con la causa sin pedir nada a cambio.
Por puro formalismo Marcos siempre le preguntaba si necesitaba ayuda y el cura
siempre le había contestado "dedícate a lo tuyo". Alguna vez, cuando
se recibió de profesor, hizo clases gratuitas en el Centro Cultural del cura,
pero no porque él se lo pidiera, sino porque le pareció un deber mínimo.
Lo
más difícil durante la dictadura era conseguir lugares para reunirse. No podían
ocuparse las casas de la militancia y las de los ayudistas no siempre eran
seguras o estaban disponibles. Así las cosas, la ayuda de los curas y monjas
era indispensable.
Ese
día se dirigió a la parroquia a pedirle uno de los consabidos favores. Esta vez
era algo complicado, ya que se trataba de una Conferencia Regional del Partido
y por lo tanto se necesitaban las instalaciones de la parroquia que eran más
amplias y seguras. Iba preocupado, ya que la actividad involucraba mucha gente
y duraba dos días. No sabía si realmente iba a ser posible conseguir el lugar.
Para
su sorpresa, el cura no puso objeciones. Pensó un rato y preguntó cuántos eran.
- Somos hartos, como treinta.
- Qué bien... - dijo el cura pensativo.
- ¿Qué bien? - preguntó Marcos perplejo.
- Si, me alegro, me alegro... - sonrió
guiñando sus ojos azules.
- ¿Necesita algo padre?
- Hum... ¡Sí! Esta vez necesito tu ayuda.
- Diga no más padre, lo que se le ofrezca...
- Todos los que vengan tendrán que traer una
donación.
- ¿Una donación para la Iglesia?
- Sí... de algún modo.
- ¿Andan mal sus finanzas padre?
- ¡Ja, ja, ja! ¡No hombre! No necesito plata.
Se trata de otra clase de donación...
- ¡Ah! Ropa, alimentos no perecibles, esas
cosas...
- No. Necesito lechugas. ¡Miles de lechugas!
- ¿Lechugas? - con tanto hueveo el cura se
nos volvió loco, pensó Marcos para sus adentros.
- Acompáñame chico, te voy a mostrar algo.
Salieron
a la sacristía desde la habitación lateral donde el cura acababa de cambiarse y
se dirigieron al patio de la parroquia. Marcos lo siguió mudo, intrigado.
La
puerta que comunicaba al patio estaba cerrada con candado y un enorme letrero
colgaba de la cadena. “Peligro. Prohibido pasar".
El
cura abrió lentamente la puerta y se asomó hacia afuera.
- Ven chico. Pasa, pasa.
- ¿Qué hay...? - comenzó a preguntar, pero la
pregunta se le quedó atragantada con un grito de sorpresa - ¡Chucha padrecito,
ahora sí que se volvió loco!
Allá,
en el fondo del patio, en medio de un griterío de loros y palomas que
revoloteaban había un inmenso, pacífico e inocente... ¡elefante!
- ¿De dónde sacó este elefante padre?
- ¡Ja, ja, ja! Es un refugiado... La iglesia
abre las puertas a todos los desamparados que necesitan asilo pues chico...
- Ja... ¡No me diga que también es
perseguido!
- Es un clandestino, chico, un clandestino...
Fíjate que el elefante pertenece a un circo que estaba aquí en la población y
cuando el circo intentó cruzar la frontera, el elefante no tenía los papeles en
regla, así es que lo tuvieron que dejar...
- ¿Y se va a quedar aquí?
- Un tiempo... Ellos tenían compromisos así
es que tuvieron que seguir, pero están arreglando los papeles, así es que
mientras tanto será nuestro refugiado.
- ¿Y come mucho?
- ¡Cómo un elefante!
- ¿Y cómo se las está arreglando?
- Con el aporte de la gente... ¡y de los
"centros culturales"! - agregó riendo.
- ¡Pero sus feligreses son recontra pobres
pues padre! ¿Cómo le van a estar dando comida a un elefante?
- Todos somos criaturas de Dios chico... y
los pobres tienen eso más claro que nadie.
- Es cierto...
Le
dio un poco de vergüenza su comentario... La solidaridad es la máxima virtud de
la pobreza... eso él lo sabía. Lo había visto en las ollas comunes, entre los
cesantes, entre las dueñas de casa que compartían el pan con la vecina, en las
poblaciones donde en ninguna casa faltaba un allegado...
******
La
Conferencia del Partido se llevó a cabo sin novedad. La cuota de diez lechugas
por militante fue considerada un tanto extraña, pero la disciplina de la
clandestinidad exigía no preguntar demasiado. El tema del elefante en el
temario resultó bastante estrambótico, pero el grupo operativo de la Vega
Central aportó interesantes soluciones al asunto.
Marcos
nunca supo qué fue del elefante, pero le gustaba pensar que existía el cielo y
que, si era así, allí estaría el cura rodeado de sus gatos y palomas,
rascándole la espalda al elefante con una escoba y mirando de reojo hacia abajo
con sus ojos azules, sin poder evitar rabiar un poco al observar lo que habían
hecho los que estaban aquí abajo de sus vidas individuales y especialmente de
los destinos del país.
ooOoo
AL CALOR DE LA BARRICADA
A Javier Carreño, el Flaco...
compañero de vida
Yo he repartido papeletas
clandestinas,
gritando: ¡VIVA LA LIBERTAD!
en plena calle...
...pero palidezco cuando
paso por tu casa
y tu sola mirada me hace
temblar.
Cardenal, Epigramas.
Todos
los que pasaban por esa esquina lo habían visto alguna vez y seguramente les
llamó la atención la mirada trasparente de sus ojos oscuros de los que emanaba
la bondad más nítida y la más infinita paciencia. José era un hombre extremadamente
delgado y de una inmensa mansedumbre.
Había
nacido al amparo y a la sombra del mostrador del negocio de su padre en una
populosa avenida de Santiago y desde allí había visto pasar treinta años de
vida, incluyendo dieciséis de infancia y catorce de dictadura.
Durante
la época de Allende, en el boliche de su padre había funcionado el local del
Partido. Allí, vio desfilar a los jóvenes y viejos militantes y escuchó hasta
la memorización los discursos propios de los tiempos. Se aprendió todas las
circunscripciones electorales y sabía calcular los porcentajes de votación
necesarios para elegir un senador, un diputado o un regidor en cualquier parte.
La
militancia en sí misma, no le llamaba la atención y sólo ingresó a las filas de
la Juventud del Partido cuando su viejo lo inscribió porque necesitaba votos
para alguna elección interna.
Era
un hombre de pocas palabras y pocos amigos. También de pocas creencias.
Repartía su fe en dos o tres objetivos muy concretos. Creía fervientemente que la
dictadura llegaría a su fin y que vendrían tiempos mejores porque el ser humano
así lo merecía. Creía también que algún día encontraría el amor; un amor
romántico y emocionante que, sin duda, debería tocar a su puerta, ya que
difícilmente él saldría a buscarlo.
Si
la fe en el socialismo ya era una rareza a esas alturas, su forma de concebir
el amor constituía una curiosidad aún mayor para los tiempos que se vivían.
Creía
que el amor era uno sólo; que se amaba realmente una vez y para siempre. Estaba
convencido de que cuando encontrara a la mujer de su vida, no volvería a amar a
otra, independientemente de la reciprocidad de tan profundo sentimiento. Su
doctrina amatoria purista, lo obligaba también a reservar su castidad para ese
entonces. Tal decisión no constituía una obligación ingrata, ya que su
mansedumbre de monje no incluía el amor carnal entre las urgencias del
presente. Sólo haría el amor amando y guardaba sus energías para el momento y
la mujer precisos.
Mientras
tanto, la vida seguía transcurriendo frente al mostrador del negocio, sin que
la mujer de sus sueños entrara a comprar, tal vez unos cigarrillos, ni la
dictadura mostrara signos de debilidad alguna.
Fue
una noche de octubre de 1983 cuando ocurrió lo inesperado. No fue el amor de su
vida el que llegó a su puerta, sino el fin de la dictadura; concretamente el
comienzo del fin. Allí, a las afueras mismas de la mampara del boliche,
comenzaba a encenderse una brillante barricada. Entonces salió. Buscó todo lo
que hubiera en su casa que pudiera ser quemado y se dispuso a colaborar en el
corte de la avenida con toda la energía que le daba el deseo de cortarle el
paso a la dictadura.
Vinieron
nuevas protestas y otras barricadas y en todas desplegó una vitalidad y un
entusiasmo que desconocía en sí mismo. En alguna de ellas tomó contacto con los
miembros del Partido y consideró prudente integrarse a la militancia para darle
consistencia a la lucha. Eran unos
chicos jóvenes, casi adolescentes, pero que impresionaban por su convicción y
disciplina. Uno de ellos lo acompañaría en su primer contacto con la estructura
del Partido.
******
Era
un día sábado a las dos de la tarde. El punto se realizaría en un paradero de
micro, bastante cerca de su casa, en plena avenida. Había llovido toda la
mañana y a la hora fijada continuaba lloviendo a cántaros.
Sumergido
en su parka y en sus pensamientos, comenzó a caminar al lado del muchacho que
lo acompañaba. La decisión estaba tomada; ya era tiempo de aportar algo más
sistemático que su rabia para sacar al dictador de La Moneda.
Viene
alguien del Regional - le había dicho el muchacho. Recordó a los dirigentes
regionales de la época en que el Partido funcionaba en su casa. Eran hombres
políticamente bien preparados - pensó - y le dio un poco de nervios imaginar un
posible diálogo. De pronto el chico se detuvo y dijo "allá está",
señalando la vereda del frente.
Entonces
la vio. Era una mujer baja, más bien delgada, metida en un impermeable color
palo de rosa y con una ancha bufanda blanca a manera de mantón sobre su cabeza.
- Ella es - pensó en voz alta.
- ¿La conoces?
- No, no...
- Entonces quiere decir que se le nota mucho
a la comadre que está haciendo un punto. Anda poniendo cara de casualidad
mejor...
Difícil
iba a resultar poner cara de casualidad en tal evento. Estaba a punto de
concretar una decisión tan importante como militar en dictadura y
simultáneamente aparecía ella; porque de eso sí que no tuvo duda alguna: era
ella. Estaba como petrificado, sin atinar ni siquiera a cruzar la calle.
- Ya pues compadre, crucemos. ¿O se
arrepintió?
- No hombre, ya estoy adentro. Crucemos.
La
mujer puso cara de casualidad y saludó afectuosa.
- Hola compañero. ¿Caminemos?
- Claro...
- Antes que nada. ¿Usted tiene plata para
invitarme a un café? Me falló el punto de más temprano y estoy estilando.
- Si, si tengo... En realidad está
estilando... Vamos, vamos.
En
la mesa del café de barrio la pudo mirar más detenidamente. Tenía unos
veintiocho a treinta años, calculó, y su rostro era interesante, aunque sin
ninguna belleza especial. Ella trató, sin éxito, de encontrar algo para secarse
la cara, entonces él le extendió un pañuelo. Ninguno de los dos sabía que sería
la primera de un sin número de oportunidades en que él le pasaría un pañuelo.
- Ahora soy casi humana - dijo ella riendo.
El
también se rió. No tardaría mucho en pensar que efectivamente así era ella:
"casi humana".
- Bueno compañero. Ha solicitado usted su
ingreso al Partido.
- Sí - respondió tajante.
- ¿Y usted sabe en lo que se está metiendo?
- Bueno... me imagino.
- Había militado antes, entiendo.
- Sí, en la juventud, durante el gobierno de
Allende.
- Ya...
- ...
- Pero usted se dará cuenta de que ahora las
cosas son muy distintas. En ese tiempo uno hacía muchas cosas por romanticismo.
Esto no tiene nada de romántico. Es peligroso, cansador y muchas veces,
tedioso. Muy pocas cosas que hay que hacer son emocionantes. La mayor parte del
trabajo es lento... de hormiga.
- Sí, claro.
- ¿Y aún así está dispuesto a ingresar?
- Sí.
- Por otro lado, compañero, antes uno
ingresaba a la juventud porque ahí conocía gente. Era parte de la vida social
también. Ahora, tiene que tener claro que esto no es un club de amigos: es un
partido clandestino. Aquí no se viene a establecer relaciones personales, de
amistad, ni de ninguna especie...
- Mire compañera. Yo decidí militar ahora y
eso es lo que quiero hacer. No quise hacerlo antes, pero creo que es el
momento.
- Bien, bien... Pero yo tengo el deber de
señalarle las condiciones. ¿Cuál va a ser su nombre de trabajo?
- Vicente - dijo, sin pensar mucho.
- Bueno compañero Vicente. Veamos: ¿Qué
habilidades o estudios tiene usted, que puedan ser un aporte para el Partido?
José
hizo un breve recuento de sus habilidades que eran bastante misceláneas.
- ¿Alguna infraestructura que pueda aportar?
¿Lugar de reuniones, buzón para dejar material o algo por el estilo?
- Bueno, mi familia tiene un negocio. Yo lo
atiendo.
- Eso está interesante. Ahí se podría dejar y
retirar material.
- Claro...
- Okey. Va a tener que aprender las normas de
seguridad básicas. Por un tiempo se contactará directamente conmigo.
Asumió
la militancia con rigurosidad, compromiso y disciplina. Efectivamente tuvo que
realizar una serie de trabajos rutinarios y elementales, como repartir el
periódico, vender bonos de colaboración o copiar documentos. De vez en cuando
se presentaban los trabajos más emocionantes: los rayados nocturnos, las
barricadas y cortes de avenidas o las acciones de propaganda.
Pronto
se dio cuenta que el haber sido atendido personalmente en su aprendizaje del
trabajo conspirativo por una dirigente regional, no había sido precisamente una
deferencia. La verdad era que los militantes eran cuatro gatos y en la
debilidad de la estructura, los dirigentes del Partido debían cubrir los
flancos más domésticos y elementales. Nada quedaba ya de esos dirigentes que él
recordaba que tenían tiempo y posibilidades para extraviarse en divagaciones
teóricas.
Con
el tiempo y las actividades compartidas aprendió a conocerla. Ella era
definitivamente extraña. A veces era cálida y amable; otras, era fría y severa.
En cierta oportunidad en que se estaba realizando una acción de propaganda, el
jefe de la operación anunció:
- A las siete viene la compañera Catalina a controlar
la acción.
- ¡Chucha, compadre! ¡Prefiero que lleguen
los pacos! - respondió espontáneamente uno de los irreverentes y combativos
adolescentes.
Con
todo, él la amaba en silencio. "La dama de hierro", le decía
secretamente; pero se daba cuenta de que era una sentimental irremediable que
sólo intentaba proteger a los militantes, especialmente a los más jóvenes, con
una aplicación rigurosa de las normas de seguridad operativa.
Su
relación era atípica dentro del Partido, ya que como su negocio funcionaba como
buzón, ella conocía su casa y su nombre, cosa que estaba prohibida en las
relaciones militantes. Así también conoció a su familia y muchas veces pasaba a
tomarse una taza de té y se quedaba conversando temas triviales. Su identidad,
sin embargo, la mantenía absolutamente en secreto.
Cuando
correspondía que viniera, él la esperaba con el corazón galopante, "apoyao
en la vidriera", como en el tango "Sur". Esas horas de felicidad
podían alimentar toda una semana o los próximos quince días.
No
supo en qué momento ella comenzó a llegar sin motivos, sin un trabajo
específico que realizar. Simplemente venía a conversar o a pasar un rato. En
esas conversaciones se enteró que ella estaba enamorada. Su amor era un
imposible, ya que él ni siquiera estaba en Chile... Más de alguna vez lloró y
él le extendió su pañuelo para que secara sus lágrimas. Una noche apareció muy
tarde, cuando menos la esperaba.
- Tengo un problema y ésta es la única parte
a la que se me ocurrió venir.
- ¿Qué te pasa?
- Salí sin llaves de mi casa y la niña que
vive conmigo anda en una fiesta. Puede llegar a cualquier hora. ¿Puedo hacer
tiempo aquí?
- Claro, por supuesto.
El
negocio cerraba después de la una de la madrugada, así es que era un buen lugar
para esperar.
- Y después... ¿Tú me acompañarías a mi casa?
- ¿A tu casa? - preguntó incrédulo.
- Sí. Puede que tenga que esperar en la
puerta mucho rato y no me atrevo a estar sola.
Pensó
en invitarla a dormir, pero no se atrevió. Cerca de las dos de la mañana
comenzaron a caminar hacia su casa, hasta entonces un lugar desconocido, más
bien prohibido.
- Me acompañas, te vas y te olvidas de donde
estuviste.
- Nunca habré estado... No te preocupes.
Efectivamente
no había nadie. Se sentaron a esperar y de repente él se paró, sacó sus llaves
del bolsillo y dijo:
- Probemos...
Mágicamente
la puerta se abrió. Entraron muertos de la risa, sin poder creer lo que había
sucedido.
- Ahora no sólo conozco tu casa, sino que
además tengo llaves...
Pero para agregarle magia al
asunto, nunca más resultó. Nunca pudieron volver a abrir esa puerta con esa
llave. Tampoco resultó que él se olvidara de su dirección. En adelante
realizaron muchos trabajos indistintamente en cualquiera de las dos casas. Y
también se reían, conversaban y escuchaban música. Además, la "dama de
hierro" se había fundido y frecuentemente lloraba sus penas secando sus
lágrimas con el infaltable pañuelo.
Un
día, ella sacó un mazo de cartas y le dijo alegremente:
- ¡Te voy a ver la suerte!
- ¡Ah! ¿Además eres bruja?
- Le hago empeño...
Echó
las cartas y luego de una rápida mirada exclamó:
- ¡Eres un traidor! Conoces todos mis
secretos y no me has contado que estás enamorado.
- Tengo mis cosas privadas - respondió
sonriendo.
- Hay una mala mujer que te está haciendo
sufrir. Yo no invento nada... Aquí las cartas dicen que esa relación te hará
mucho daño.
- ¿Cuál relación?
- La que vas a tener con esa mujer... Mejor
aléjate de ella.
- Me temo que ya es imposible... - su mirada
transparente brilló delatora.
- Supongo que no te estarás involucrando
conmigo...
- No compañera. Yo no me estoy
involucrando... Yo me involucré el día que te conocí, toda mojada, con el
impermeable rosado y el chal blanco...
- No puedo creerlo...
- Cómo bruja te mueres de hambre... ¿Por qué
no puedes creerlo?
- Porque no. Porque yo jamás me voy a
enamorar de ti. Tú sabes...
- Entonces...
- Sólo te haría sufrir.
- Entre sufrir lejos y sufrir cerca, prefiero
sufrir cerca.
- Tú sabes que yo estoy sola... Necesito a
alguien que me haga cariño... pero no tengo nada que ofrecerte.
Entonces
él la besó. Era su primer beso. Puro, limpio, transparente. Pero la besó como
si siempre la hubiera besado. Cuando hicieron el amor, él comprendió por qué
había esperado una vida para hacerlo.
Ella
se dejó querer, hasta que un día se encontró viviendo con él, pintando murallas
y planificando el trabajo militante junto con la compra de la feria. El
simplemente vivía cada momento, mientras durara. Después de un tiempo, ella
pronunció las palabras fatales:
- Creo
que esto no es bueno para nosotros. Esta relación no va para ninguna parte. Yo
no estoy enamorada y te estoy haciendo perder el tiempo. Es mejor que te vayas
y busques una mujer que te merezca y te quiera.
José
puso en una caja de cartón sus cuatro pertenencias y lo que le quedaba del alma
y partió.
Ella
se dedicó a ordenar su casa y sus pensamientos. Quería enamorarse, formar una
familia, tener hijos... se demoró sólo unos días en darse cuenta de que era una
idiota, que todo lo que quería lo tenía junto a él y que estaba enamorada de
sus ojos brillantes y serenos.
Esperó
unos días para darle cierta seriedad a su decisión y partió a buscarlo.
Lo encontró arreglando sus maletas. Partía a Europa, a realizar labores
partidarias, quién sabe por cuanto tiempo. Tenía la visa y el pasaporte. En los
próximos días le entregaban los pasajes.
Ella
lloró, pero no delante de él. No quería arruinarle su viaje, que podía ser tan
crecedor para su vida. Le contó su historia a una amiga que no pertenecía a la
cultura militante, ni siquiera a la de izquierda.
- ¿Y tú quieres que se quede?
- Sí, pero qué saco... no le puedo pedir que
se quede.
- ¿Por qué no?
- Bueno, porque este viaje puede ser muy
importante para él.
- ¿Y tú no?
- ... No sé.
- Si sabes. No sé que esperas para ponerte a
llorar y pedirle que se quede.
- ¿Ponerme a llorar?
- Sí mujer... ¡A llorar!... como cualquier
mujer idiota que está arrepentida de su estupidez y va y le pide a su hombre
que la perdone, que no la abandone, que se quede...
Esa
alternativa no había pasado por su mente. Pero lo hizo... No fue tan fácil
convencerlo. Lloró durante dos días y lo único que logró fue que él le pasara
su pañuelo. Al cabo de un largo fin de semana él habló:
- ¿Tú te das cuenta de lo que me estás
pidiendo?
- Sí.
- ¿Estás segura?
- Sí.
- Está bien. Yo me quedo. Pero me quedo para
siempre y no me voy aunque me grites que me vaya. Tenemos hijos y armamos
familia y todo el cuento. ¿Eso es lo que quieres?
- Eso quiero.
******
La
película estaba a punto de terminar. El príncipe y la princesa se casaban y se
aprestaban a vivir muy felices. La pequeña niña interrumpió para preguntarle a
su hermano mayor:
- ¿Cómo se enamorarían el papá y la mamá?
- Parece que fue peleando contra Pinochet...
- ¿Pinochet? ¿Y quién es ese?
Ojalá, algún día, pueda darte en un abrazo un poquito de lo que he recibido entrando en estas vidas que nos has regalado.
ResponderEliminarDesde mi alma enamorada de ese grande y angosto país ¡Gracias!
¡Gracias, poeta que sí existe! Gracias por sentirte identificado y conmoverte con las grandezas, dolores y miserias de esta tierra pródiga que me ha dado la vida y me contiene, y a la que amo.
EliminarUn abrazo enorme, que trasciende la distancia.