Vuelo sobre la ciudad
Marc Chagall
Óleo sobre lienzo
Galería Tretyakov, Moscú, Federación Rusa.
Hoy retorné al trabajo.
Sin ganas, sin motivos.
Solo porque el sistema decidió
que no había antecedentes suficientes
para que yo no estuviera produciendo.
Antes de que llegara la luz
corté el frío de la calle,
sin convicción alguna.
Entré en el claro artificial
de la oficina
sujeta del café de cada día
y frente al mar de pantallas
que aún no cobraban su sentido,
me pregunté por qué
no te propuse a tiempo
escapar por un día a cualquier parte.
Pensé que ese café podía estar
sobre una mesa del mercado de Chillán,
con un pan amasado caliente con mantequilla
mientras nos reíamos de los titulares de El Mercurio.
O tal vez en un café de Valparaíso,
con un par de medialunas con chocolate,
mientras te decía simplemente:
“este sí será un buen día”.
Quise bajar a alguna playa,
para caminar en silencio por la arena,
escuchando de fondo el ruido del mar
y una que otra gaviota entrometida.
Te vi en el banco de un parque,
leyéndome poemas de Miguel Hernández.
Fotografiando las palmeras en Ocoa.
Asomado a la ventana del tren
a la altura de Rancagua.
Imaginé una siesta, junto a ti,
en un lugar entibiado por el fuego,
(pero uno verdadero, como a la antigua usanza).
Quizá una caminata por alguna alameda.
Una puesta de Sol vista desde una cima.
Una botella de vino compartida.
Visualicé una sencilla despedida:
hasta otro día, amor.
Hasta otro día en que queramos refugiarnos
en el regalo mutuo de nuestra compañía.
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